O SE LLAMABA GINÉS DE TRIANA O NO SE LLAMABA NADA. No buscaba ni fama ni dinero, quiso torear desde antes de aprender a escribir la palabra. En el barrio se reían de él cuando toreaba al viento o al perro fiel que lo embestía como un miura zaíno. Un día dejó la escuela. Los vecinos lo veían en la azotea citando al horizonte, o dormido en un portal con una servilleta por montera. La gloria le hirvió en la sangre sin haber pasado por la realidad, la fortuna lo agarró de la mano y se lo llevó hasta los medios. Como mandan los cánones, de frente, perfilado, barbilla hundida, mirada baja, esperó al toro con el alma en la punta de los dedos, enjaretando el pase que lo redimiría de su miseria. Pero no hubo aplausos, dejó sobre la arena una estampa rota que empapó el asfalto. Y nadie escribió su crónica. O sí: «En mitad de la autopista, el coche que lo embistió no pudo frenar a tiempo».