CADA MAÑANA, DESPUÉS DEL DESAYUNO, abre la cortina y acaricia su planta favorita y le susurra algo que nadie más puede escuchar. Luego utiliza una pequeña regadera de plástico verde para regarla con infinito esmero, evitando que el agua caiga fuera de la maceta, y rocía sus flores con un pulverizador. Esa misma maceta descansa sobre el alféizar de la cocina desde hace muchos años, inmóvil y perenne como un secreto bien guardado. La vecina de enfrente la ve cumplir siempre el mismo ritual con idéntica delicadeza y una sonrisa de plácida armonía. A los vecinos les extraña, les resulta excesiva tanta dedicación; algunos incluso creen que ya no distingue la fantasía de la realidad, el pasado del presente, lo vivo de lo muerto. Pero ella, que lo ha perdido casi todo, sabe perfectamente por qué mima a esa planta. Porque es lo único que ya no puede morírsele: un pensamiento de plástico.