COMO CADA DÍA DESPUÉS DE COMER, los dos vecinos, amigos de años, charlan en la puerta de casa con la ligereza de quienes disfrutan de la conversación y del sol sabiendo que son los únicos lujos que pueden permitirse. Ríen, bromean, repiten anécdotas cientos de veces contadas… se sienten libres. Aunque sólo durante unos minutos. El más alto mira el reloj, suspira y anuncia, como si se tratara de una fastidiosa novedad: «Bueno, me voy al trabajo. ¡Qué remedio! Los que hemos nacido pobres…». Cómplices orgullosos de su dignidad innegociable, se carcajean otra vez con el viejo chascarrillo. Ambos saben cómo termina y que hoy le toca rematarlo al más bajo de los dos: «Pobres, sí, ¡pero no pobrecitos!», proclama al viento con la épica firmeza de una resistencia numantina. Lástima que el viejo amigo no lo oiga: va ensimismado echando cuentas para poder llegar a fin de mes. Pobrecito.