ELIGIÓ MESA A LA SOMBRA como quien reserva un palco en la ópera. El camarero dudó al verla venir: bajita, redonda, con falda estampada y sandalias como coturnos. «Un vermú y una tapita de roquefort», pidió sonriendo. Se sentó tanteando el aguante de la silla, la terraza pareció encogerse. Abrió su abanico estampado de mariposas y se dio aire. Observaba con desparpajo la vida en la plaza. Un niño en la mesa de al lado la señaló: «Mamá, ¿por qué va vestida así esa señora?». La madre se sonrojó, Valeria fingió no haberlo oído y dio un sorbo ceremonioso al vermú. Minutos después, el niño volvió con un dibujo: «Eres tú —dijo—. Eres guapa». Valeria lo miró emocionada. «Gracias, cariño. Díselo también a tu madre». Pagó, se levantó y se alejó al ritmo de sus caderas, como si el mundo no pesara más que su bolso y dejando tras de sí la estela de una brisa perfumada y a una madre pensando.