PRIMERO LO DESCONCERTÓ UN ESTRÉPITO SECO que rompió el cielo. Luego, una tormenta de gritos sin dueño, chillidos que no parecían ni de alarma ni de fiesta, pero que lo empujaron a levantarse y embocar a toda prisa la única salida posible. En la calle, estrecha, el gentío lo observaba con ojos desorbitados; algunos reían nerviosos, otros lo conminaban a avanzar haciendo aspavientos, como si al final de la calle le aguardara su destino, aunque él no lo supiera. Fachadas borrosas, balcones atestados de manos que se agitaban sin motivo. Nadie lo detenía, pero muchos lo perseguían. O lo empujaban. O esperaban contra la pared su carrera despavorida. Todo sucedía a una velocidad absurda. Se detuvo, quiso volver sobre sus pasos. No le dejaron. La calle se abrió a una enorme plaza repleta. Allí se vio por primera vez cara a cara con el albero que horas más tarde se empaparía de su sangre.