LA FAMILIA EMPEZÓ A PLANIFICAR las vacaciones de verano en Semana Santa para no tener que improvisar nada y que salieran perfectas, señal inequívoca de que acabarían mal. Llegaron al apartahotel a pie de playa con una hoja de cálculo donde cuadraban como en un sudoku los proyectos de los cuatro (el perro no contaba). La madre respondía correos de la empresa desde la terraza mientras fingía disfrutar de las vistas al mar. El padre se pasaba el día en el gimnasio del hotel sudando los helados que quizá tendría que degustar. La hija adolescente suspiraba ardiente por corazones de TikTok en su burbuja sideral. El hijo pubescente ni siquiera llegó a salir de su mundo virtual, donde no tenían cabida ni arena, ni agua, ni sol ni sal. El séptimo día, cuando pidieron la cuenta en recepción, se enteraron de que hacía una semana que el perro había tomado un vuelo a Can-Cun. Y ni tan mal.