LA PUERTA DEL GIMNASIO ES UNA BOCA DE METRO: gente que entra con cara de propósitos insobornables y esfuerzo anticipado; gente que sale feliz y exhausta, satisfecha de haber coronado un sagrado ritual. A un lado, en el banco de siempre, tres aspirantes a viejos prematuros, catedráticos honorarios de la obesidad, charlan de ajes y gajes del oficio entre ansiosas bocanadas a sendos cigarrillos y un recital de toses sincopadas. Ninguno de los tres ha pensado nunca entrar en el gimnasio, pero se consideran parte del ecosistema por su receñido chándal de mercadillo. Bien mirado, también ellos entrenan: el ojo, la lengua, el colegueo… Si pasas por su lado en este momento, oirás al más tajante de ellos sentenciar con una seguridad que raya en el cabreo: «Sabio no es el que sabe mucho, sabio es el que no se cansa de aprender. Y nosotros aprendemos mucho viendo cansarse a los demás».