EN LA ASAMBLEA DE LA AMPA, madres y padres discuten sobre el color con que pintar el patio ante el nuevo curso. La directora, entre sudores, intenta regular el tráfico desbocado de opiniones. En un rincón del sótano, viciado de tanta contundencia, Valeria dibuja margaritas en los márgenes del orden del día. Cuando levanta la mano para pedir la palabra, se hace un silencio suspicaz. Saca del bolso una caja de tizas de colores y la vuelca sobre la mesa. «¿Y si les dejamos pintar las paredes del patio con los colores que cada cual quiera, sin dar más importancia a uno que a otro?». El sótano se refresca con una brisa de sonrisas y murmullos reprimidos —«¡Las cosas de Valeria!»—. Sin embargo, algunos progenitores comparten un mismo destello en la mirada, como si acabaran de recordar la felicidad de pintar con tizas de colores las paredes del colegio en los días luminosos de su infancia.