EL INCIENSO HUELE A CLEMENCIA ANTIGUA, pero hace años que Valeria no cree en el perdón por existir. Se sienta en primera fila y despliega entre las sombras la blancura floral de su inmenso vestido, retando desde el recuerdo a sus muertos a las miradas oblicuas de las beatas, que la observan como a una grieta en el retablo o una duda en el dogma. Valeria entona los cantos fúnebres con audacia y los lanza a las bóvedas en nombre de tantas mujeres condenadas a llorar en silencio. Cuando va a comulgar, ni baja la vista ni cruza los brazos sobre el pecho, camina hacia el altar como quien no busca absolución sino reconocimiento, y recibe la hostia con los ojos bien abiertos y la lengua burlona. A la salida, el sol refulge en su vestido encendiendo los adoquines. El día que doblen por ella las campanas, alguno jurará que no suenan igual que siempre, que tañen más anchas, más auténticas.