HE PERDIDO LA FE EN LAS NARICES. Para mí ya no tienen sentido. ¿Realmente necesitan hacerse notar tanto por cumplir la humilde y básica función de inspirar? ¿No bastaría con dos orificios en mitad del rostro?, incluso uno solo, o ya puestos, tres, o siete. Y si no son imprescindibles en cuanto que protuberancia, ¿qué pintan ahí?, ¿acaso cumplen una función estética? No lo creo: si me dijeras los ojos, o la boca… pero ¿las narices? Esas ridículas narices botoneras, o las orgullosas, con las aletas abiertas hasta esbozar una mueca de asco. Y al final, ni unas ni otras son capaces de sustraerse a la represión policial de un triste clínex. Bien merecido lo tienen por despreciar a los pañuelos de tela, que asomábamos el pico al bolsillo de la americana siempre dispuestos a acudir al socorro de un moqueo inelegante. O a protegerlas del turbio olor del perfume «Sentence, Eau du Suprême».