Él sabe que el infierno existe. Vive ocho horas al día en el mismísimo vientre de Vulcano, las orejas tapadas aminorando apenas la percusión del acero en la fragua y los ojos vendados para no ver las consecuencias macabras de su trabajo: fabricar bombas que acabarán con la vida de niños inocentes. A cambio, salva la vida inocente de sus propios niños; cualquier cosa, con tal de sacar adelante a los críos. Al fin y al cabo él no puede variar las reglas de este mundo cabrón que ya ha condenado a muerte a aquellas pobres criaturas: si él no fabrica las bombas, otro padre de familia lo hará.