MIRA con ternura de funestos presagios a su mujer y a sus nueve hijos, un cortejo de amor pusilánime en la sala de espera. Él intenta animarles quitándose importancia, pero el miedo le aploma la sonrisa y la transforma en una mueca penosa. Cuando la enfermera pregona su nombre se pone en pie de un salto, dedica a los suyos una última mirada de angustia y entra en el patíbulo. Media hora más tarde sale convertido en su propia sombra. ¿Qué te han dicho?, pregunta aterrorizada la mujer. —Que el bulto no es nada —responde amargo—; bueno, nada no, es la razón por la que soy estéril de nacimiento.