
DOÑA EMILIA REGENTABA una academia de mecanografía en la que cada tarde de entresemana, a la orden castrense de su cuenta atrás, se disparaba una carrera de olivettis decididas a superar el límite de las 250 pulsaciones por minuto, peldaño imprescindible para alcanzar la plaza de auxiliar administrativo o el secretariado taquimeca. El estruendo de las máquinas revelaba horas de práctica con los diez dedos sobre el qwerty. Hace de esto muchos años, y sin embargo aún me parece escuchar un eco sordo de teclas ensartando palabras a la misma velocidad. Enredos de la memoria. O no. Me vuelvo y veo a mi nieta adolescente tecleando en su móvil más deprisa que aquellos denodados opositores. Sin métodos académicos, sin esfuerzo y con solo dos dedos, los pulgares. Confirmado: el interés enseña mil veces más deprisa que la perseverancia, con todos mis respetos a doña Emilia.