Lo mejor de la Feria no era la Feria. Ni la sirena burlona de los coches chocantes, ni el tren de los escobazos, ni el puestito mágico donde el azúcar rosa se transformaba en una telaraña de algodón. Lo mejor llegaba la mañana en que desde el ventanal del colegio veíamos al héroe amarrarse a las botas unos hierros extraños, abrazarse luego al poste con una gruesa correa de cuero atada a su cintura y empezar a gatear clavándole a la madera los colmillos de sus crampones. En lo más alto, el héroe sacaba del zurrón dos jícaras de porcelana, las enroscaba a cada lado del mástil, tiraba de un cable que llevaba enganchado a la correa y una serpiente de bombillas de colores reptaba por el palo hasta sus manos. Allí, donde él decidía, aguardaban las luces el momento de la solemne inauguración. Lo mejor de la Feria no era la Feria, era sentir la ilusión de que ya se acercaba la Feria.