UN SUDOR ME REBOZABA EL PECHO (y no por estos ardores estivales); un revuelo de emociones me ofuscaba, me corneaba el sosiego. Taladrábame el sentido una inquietud que, a medida que pasaba el tiempo, lejos de amainar, acrecía. Un temblor de axilas me desbarataba el decoro cada vez que me acometía la certeza de que, al fin, llegaba el tan temido como anhelado momento: verlos cara a cara descarados, sus velos revelados bajo los focos de la pública inspección, abierta de par en par su intimidad entornada. Ya puede el pueblo llano tomar conciencia, cotejar gustos, aliñarse una opinión; ya puede expresar por quién se decanta, en qué embarcadero elige amarrar la barquilla de sus plácemes, tan hermosos los dos, a su modo, en el papel y en las pantallas: o la novia, marquesa rosa linda de Griñón, o ese novio incógnito y desahogado. Ya puedo volver a soñar que reina la siesta en España.