LAS BRASAS DE OLIVO CHASCAN en la barca que el sardinero gira a barlovento, buscando la brisa para enfrentar al fuego las parrochas espetadas en cañas de azúcar. El humo sazona el aire con hilos aromáticos ensalivando la carpanta del personal y llevándoselo en volandas hasta el chiringuito. Es mediodía, el reloj bosteza, las gaviotas chillan a sus crías que la mesa ya está puesta y los bañistas que se adentran en el agua calientan con sus propios sifones el cachito de mar que les rodea los muslos. En la distancia, pesado, herrumbroso, incontinente, el arcaico petrolero que avanzaba hacia la costa defecando hidrocarburos y peligros ha encallado en la muralla de férreas voluntades que lo han puesto proa a la nada y que no pararán hasta verlo perderse, menos que minúsculo, en el abismo donde la insignificancia desaparece. Incluso Mortadelo y Filemón chapotean alegres en la playa.