ESTÁ ACOSTUMBRADA a topar con el lado más oscuro de la condición humana. Podría ser forense, policía, periodista (como la amiga y compañera que acaba de caer cuando morir es todavía un insulto), cualquier profesional hecha a tutearse con la atrocidad: una espalda de mujer reventada por el escopetazo de su compañero de vida y de muerte, el escupitajo de una alimaña sobre el cadáver aún feliz de una muchacha desmadejada… Apaga la tele. Suspira. Le relaja cocinar. Mientras se anuda el mandil, Alexa hace sonar Moldava de Smetana. La música, droga bendita, ensancha sus venas y ablanda sus músculos hasta sumergirla en la paz de un íntimo equilibrio. El río de violines zigzaguea embriagándola dulcemente y cerrándole los ojos. Pero la humedad que siente en su pómulo no puede ser, de ninguna manera, una lágrima: ella es demasiado fuerte para llorar, y aún no ha empezado a picar cebolla.