LOS LLANTOS DEL NIÑO en mitad de la plaza concitaban las simpatías de la buena gente, que, sin saber la clase de tipejo que era, veían en él a una pobre víctima de la brutalidad de su padre. Y mientras más lloraba el niño, más gente lo rodeaba y lo defendía, y más difícil le resultaba al guardia municipal hacerse oír para explicarle a la multitud que ni él era su padre, ni que aquel individuo era el niño que parecía, sino un ladrón disfrazado que había robado a todos los que ahora lo defendían y a quienes engañaba con sus falsas lágrimas. Como no lograba hacer valer la verdad, el guardia decidió cambiar de estrategia, fingió perdonar al falso muchacho y lo acarició y hasta lo besó. La multitud, calmada, se disolvió y dejó de prestar atención al niño, cuyas lágrimas desaparecieron entre la niebla como el pico del monte en invierno. Moraleja: nunca victimices a un sinvergüenza.