Este síndrome se centran menos en los comportamientos del niño, y más en la tarea de educar siempre.
En el año 1993, lo recuerdo muy nítidamente, conocí a Gonzalito, un aprendiz de adolescente que, sin pretenderlo, me enseñó mucho del valor de la educación en tiempos (familiares) revueltos. Por eso no lo olvido.
La madre de Gonzalito, una maestra estupenda casada con un estupendo maestro, me había llamado por teléfono y, entre lágrimas, me habló de su hijo, un chico de 14 años. Un niño que había sido “muy bueno” pero que, últimamente, había ido cambiando su manera de comportarse en casa. Su relato fue más o menos así: “Se ha trasformado, se ha vuelto muy contestón, siempre tiene un No en la boca, nos lleva siempre la contraria, critica todo lo que hacemos y decimos. Te llamo porque, lo que más me preocupa de Gonzalito ahora es que, además de todo lo que te he contado, se ha negado a ir al colegio. No hay forma humana de hacerlo cambiar de idea. La tensión, las peleas y el malestar se han apoderado de mi casa. Necesitamos saber qué le pasa a este niño y qué hacer con él.”
Recuerdo a sus padres sentados frente a mí, impacientes y nerviosos esperando que yo hubiera dado con la tecla esa tan famosa que arregla a los “descarriados”. Abrí el informe que había escrito y, mirando a los padres, les dije: “Gonzalo padece un SNC”.
Me miraron con inquietud, con ojos de “¿y eso qué es?” así que, antes de que me lo preguntaran, les traduje el palabro: el Síndrome del Niño Cabrón. Sus miradas indicaban desconcierto, así que les volví a repetir lentamente: “Gonzalito tiene el síndrome del Niño Cabrón”. Y esbocé una sonrisa que relajó el ambiente.
A continuación, a modo de explicación, les dije que el Diccionario de la Real Academia Española dice, en su primera acepción que el adjetivo cabrón coloquialmente se utiliza para definir “una persona que hace malas pasadas o resulta molesto” y, os aseguro que en aquella época, Gonzalito hacía muy malas pasadas y resultaba algo más que molesto. Así que el nombre del síndrome le venía que ni pintado.
Cerca de 20 años después un día me encontré con “Gonzalito, el niño cabrón” por la calle. Me presentó a su mujer y en brazos llevaba a su hija. Me habló de su trabajo de maestro en un colegio (un colegio en el que sus compañeros lo valoran, entre otras cosas, por su saber hacer con todos sus alumnos y especialmente con los “difíciles”) y de su vida en general. Me dio un abrazo antes de despedirse, y mientras contemplaba cómo se alejaba esa postal de feliz familia, recordé la cantidad de lágrimas que habían derramado sus padres 20 años atrás, y me reafirmé en mi creenciade que ningunas de las lágrimas que vierten los padres por los hijos son estériles.
Gonzalito no sólo es un buen padre y un buen profesional, además es un magnifico hijo. Y sus padres han jugado un importante papel en todo esto.
Y te preguntarás qué es lo que hicieron los padres para contribuir a este cambio, y ya me gustaría contestar que fueron mis sabios consejos, pero no es verdad (bueno, un poquito sí porque, a menudo, cuando te sumerges en un problema pierdes la perspectiva, y los ojos de quién no está sumergido ayudan a abrir “las anteojeras” y a ampliar el campo de visión).
Lo que realmente ayudó a los padres de Gonzalito ante esta situación de “crisis” es que fueron capaces de entender por qué se sentían mal como padres. Se sentían frustrados porque su hijo no seguía sus directrices independientemente de que usaran premios o castigos. “Hemos probado de todo”, decían.
Fueron capaces de tolerar el malestar que les generaba el comportamiento de su hijo. Para ello, dejaron de centrarse en las conductas de Gonzalito, y se centraron más en su papel de padres, y por último, fueron capaces de responder a los envites de Gonzalito con la seguridad de que podían utilizar las mismas herramientas que habían utilizado hasta ahora: educar y seguir educando.
Los hijos para construirse como personas precisan de tiempo y de ayuda.
Tiempo, porque cuando se educa no se puede tener prisa. Los resultados del acto de educar no son inmediatos.
Ayuda, porque nuestros hijos siempre van a necesitar alguien que les guíe, alguien que ponga las señales. Y en la adolescencia puede que se sientan fascinados por las señales y guías de otros y combatan con energía las que los padres les marcamos. Esto es normal que ocurra, pero si los padres nos bloqueamos por el miedo cuando los hijos se descontrolan, ¿quién los va a guiar con amor y mano firme?
Los padres de Gonzalito pidieron ayuda, una ayuda que les permitió volver a confiar en lo que estaban haciendo. Fueron perseverantes en la tarea de educar, y se armaron de paciencia para ver los resultados. Así, Gonzalito solo necesitó tener 30 años para poder comportarse como uno de 30 años.
¡Ay Gonzalito!, cada vez que conozco a los padres de un nuevo niño cabrón, y a veces creo que hay epidemias, te recuerdo a ti y a tus padres, y en ese pensamiento encuentro una oportunidad de sentirme reconfortado por mi trabajo, un trabajo que consiste en animar, dar ánimo, infundir vigor, a los padres para que confíen en la educación, porque cuando los padres educan, trasmiten a sus hijos acción, calor y vida. Eso es educar. Y son tantos y tantos los padres y madres empeñados en la tarea, que sigo sonriendo cada vez que le digo a unos padres: ”el niño lo que tiene es un poquito del síndrome”.
Sí, es verdad, la historia de Gonzalito es un cuento con final feliz, pero os recuerdo que muchas veces los padres, los de Gonzalito también, nos desesperamos apenas va el cuento por los primeros capítulos.
Y así, sin pausa, mientras educamos, pasa la vida.