En el siglo XVIII extremeño el dinero no crecía precisamente en los árboles. Las posesiones de los campesinos eran, más que escasas, rácanas, y hasta el ajuar estaba contado. No debe extrañarnos que el robo de una simple camisa o de una sábana supusiese un trauma para el personal.
Lo que sí puede extrañarnos son los personajes encargados de recuperarlos, hombres y mujeres con fama de brujos y hechiceras que con los métodos más variopintos desenmascaraban a los ladrones.
En Alcántara, por ejemplo los adivinos de robos usaban y abusaban de los cedazos. Francisco Pérez Pintor, un señor del pueblo, cogía un cedazo sosteniéndolo con unas tijeras y decía:
“Por San Pedro y por San Pablo, sí tomo” – mientras nombraba a algunas personas de la localidad poco sospechosas del hurto. Pero cuando nombraba a las personas sospechosas pronunciaba en voz alta: “Por San Pedro y por San Pablo, no tomo”. Entonces, y según cuentan los archivos de la Inquisición rescatados por el investigador Fermín Mayorga, el cedazo daba una vuela solo.
Otra vecina del pueblo llamada María de Paz hacía lo mismo, pero afirmando que era el Diablo el que daba vueltas al cedazo “para que se dé crédito a la sospecha”.
Y de la predicación de los cedazos adivinatorios da fé otro vecino más del pueblo, Mateo de Mesa quien, con un ayudante, lo dejaba pender de unas puntas de tijeras, y sosteniéndolo por los anillos metía por medio a todos los santos y declamaba solemnemente:
“Por Dios Padre, por Dios Hijo, por Dios Espíritu Santo, por San Pablo y todos los santos, te pido como está fulana o fulano”, nombrando a las personas sospechosas de robo. Lo decía tres veces, y antes que acabase la tercera vez, ya el cedazo andaba dando vueltas de un lado y a otro, señalando así al culpable de los hurtos.
En otros pueblos, como en Fregenal de la Sierra, tienen menos especialistas en robos, pero igual de efectivos, porque a María Pedrera acuden y recurren los vecinos de la villa como si fuera verdadera profeta.
A un vecino apellidado Alcántara le habían robado una casaca y un azadón, y ni corto ni perezoso se fue a ver María, quien le dijo que se estuviese quieto y que esperase a que el gallo cantase tres veces. Después, la adivina le ordenó que fuese a casa de una vecina del pueblo y que le dijese, de su parte, que le devolviese lo robado.
– “Y si te los niega– añadió la vidente- entre la cama tiene la casaca”.
Allá fue el buen hombre y allí le entregó la vecina su casaca y su azadón. Y aquí paz y después gloria.
Francisca Pérez “La Marracha”, una bruja de Garrovillas de Alconetar, no contaba con los gallos, sino con los cerdos. Hacía unos cercos y unas crucecitas en los corrales y acudían unos cochinos negros a los que preguntaba quién había robado las cosas, aunque a veces los cerdos respondían que no lo sabían. Se ve que los cerdos, aunque parlantes, no eran omniscientes.
Más ayuda aún tenía Miguel Moreno, un joven de Berlanga, a quien los poderes adivinatorios le vinieron dados. Al parecer, un mal día, un forastero que se encontró en el campo le dio un libro con el que podía hacer aparecer las cosas hurtadas o perdidas.
Y el libro no debía ser poca cosa, porque al leerlo se le presentaban tres personajes, que eran en realidad diablos, y que le cascaban todo lo él quería saber.
Con este insólito método ayudó, entre otros, a una tal Medina, a la que habían robado unas mudas de ropa blanca. Su filantrópica carrera terminó cuando, por miedo a la Inquisición, decidió quemar el libro. Pero ya era tarde. Su madre, preocupada por la nueva faceta adivina de Miguel, se lo había contado al sacristán del pueblo y éste se lo chivó a la Inquisición.
Pero sin duda la adivina de ladrones más precoz fue una niña de doce años vecina de Llerena que era especialista en descubrir no solo a los ladrones, sino también a todos sus cómplices. Si viviera en nuestros años la pobre muchacha no daría a basto. Como para llevarla a una junta bancaria de accionistas…