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Israel J. Espino

Extremadura Secreta

El gigante extremeño, la niña momificada y el museo de la muerte

Ilustración: Borja González

Comenzaba a nevar en la glorieta de Atocha cuando entramos, refugiándonos entre sus columnas jónicas de mármol, en el Museo Nacional de Antropología, casa y obra de un gran hombre que ha pasado más a la leyenda que a la historia: Pedro González Velasco.

Los aficionados a las leyendas lo reconocerán por el nombre de Doctor Velasco y se estremecerán, quizás, al recordarlo. Cuentan que cuando su joven e idolatrada hija Conchita falleció la embalsamó.  Y dicen que la paseaba de noche en calesa por el paseo del Prado. Cuentan que la joven iba a casarse y que por eso el padre paseaba su cadavérica momia vestida de vaporosos tules por las calles desiertas del Madrid decimonónico. Y dicen que la quería tanto que lo vieron en su palco, en el teatro, acompañado de la difunta Conchita, a la que conservaba en formol en un cuarto secreto del museo que él mismo levantó, que además fue su casa y que aún conserva esa atmósfera anticuada y adecuada para escribir novelas de misterio.

 Pero todos son leyendas urbanas de hace un siglo, calumnias de envidiosos colegas y envueltas en nieblas decimonónicas. Lo único cierto, eso sí, fue la muerte precoz y el embalsamamiento de su hija, que hoy nos mira desde las alturas con una mirada condescendiente y socarrona.

Conchita, la hija del doctor Velasco (Angel Briz))

Y es que hace unos años una señora cedió al museo este único retrato existente de aquella hija prematuramente fallecida, que actualmente se exhibe en la Sala de Curiosidades del Museo. Comparte habitación (más bien pequeña) con nuestro otro protagonista: el esqueleto de un gigante que, tumbado en el centro de la sala, recibe la mirada asombrada de los visitantes.

Se trata de un paisano al que voy a visitar de vez en cuando,  Agustín Luengo Capilla, conocido en la época como “El gigante Extremeño”. Con ese apellido, la verdad es que ya iba predestinado. Agustín nació allá por el 1849 en la calle Colon, en Puebla de Alcocer como un niño normal que pronto empieza a crecer desproporcionadamente. Ahora sabemos que padecía acromegalia, una enfermedad crónica provocada por una excesiva secreción de la hormona del crecimiento.

El esqueleto del Gigante Extremeño (A. Briz)

La enfermedad implicaba algunas deformaciones, como unas  manos desproporcionadamente grandes, una gran nariz y unas mandíbulas y una frente prominente, unas deformaciones que no dejaron de evolucionar a lo largo de toda su vida, porque nunca dejó de crecer. De hecho, fue el segundo español más alto de toda la historia, con sus impresionantes 2, 35 metros de altura.

Pero sigamos con su infancia. Su familia apenas tenía medios y cuentan que al ser la casa de sus padres de reducidas dimensiones, tuvieron que abrir un butrón en la pared para que pudiera dormir con las piernas totalmente estiradas. Literalmente, no cabía en su hogar.

En el pueblo las cosas tampoco pintaban demasiado bien, ya que se reían de su gran estatura, así que quizás no le importó demasiado cuando, con apenas doce años, su padre lo vende por 70 reales, dos hogazas de pan blanco, media arroba de arroz, miel del Alentejo, una garrafa de aguardiente, dos paletas de jamón y un daguerrotipo de los que hacían en la feria. Como afirma Jesús Ruiz Mantilla, no era un mal trato, pese a que el viejo hubiese querido sacar por él 200 reales. Pero dio con Marrafa, un portugués experto en los bajos fondos y recopilador de fenómenos para su circo ambulante.

Agustín solo quería recorrer mundo y dejar atrás las leyendas que  exageraban su talla hasta los tres metros y los rumores que decían que se alimentaba de ratones vivos y que dormía en el fondo de un pozo seco.

Su número en el circo consistía en pasear su enorme estatura cerca del público y esconder entre sus enormes  manos, como el que se esconde dos monedas, un par de hogazas de un kilo cada una.

La bota de Luengo y el cartel del circo (Museo etnográfico de Puebla de Alcocer)

El espectáculo gusta tanto que Agustín termina un buen día actuando en el Salón Gasparini del Palacio Real, ante un selecto público encabezado por el rey Alfonso XII y su prometida María de las Mercedes de Orleans. El rey, tras la función, que da tan impresionado que le encarga un par de botas del número 52, que pronto le están pequeñas y que aún se conservan (al menos una) en el museo etnográfico de Puebla de Alcocer, junto con el cartel anunciador del circo, que consiste en un retrato de él a tamaño natural al lado de otro hombre de estatura media.

Pero entre el público se encuentra alguien más emocionado aún: El doctor Velasco, que estaba montando por entonces los que sería el Museo Nacional de Antropología. Y no tardó en ofrecerle un trato: Su cuerpo muerto a un precio más que generoso: 3.000 pesetas. Un adelanto de 1.500 en mano y el resto del pago de la siguiente manera: cada día debía presentarse personalmente en su casa a recoger 2,50 pesetas —lo que ascendía a dos jornales de un albañil en la época— hasta que falleciera.

Todos los investigadores actuales creen que seguramente el doctor Velasco sabía que un acromegálico, sobre todo en aquella época, no tenía muy buenas cartas en el juego de la vida. Y no se equivocaba.

Con la firma del documento Agustín cree haber recuperado libertad, sobre todo para buscar una mujer para casarse y tener hijos, uno de sus mayores deseos. Y ya instalado en Madrid, Agustín cae en brazos de la Joaquí, una experta prostituta que le saca los cuartos.

El hombre que compraba gigantes, de Luis Folgado de Torres

El gigante malgasta su adelanto y sus jornales convencido de que con ella podrá formar una familia de estatura normal. Pero no hay manera, y con mal de amores a cuestas y una tuberculosis ósea carcomiéndole los huesos Agustín vaga por las calles de Madrid  sin que apenas nada le calme el dolor del cuerpo y del alma. Cuenta el periodista Ruiz Mantilla que “solo lo lograba una pócima alucinógena de cornezuelo de centeno que le convirtió en medio yonqui exhibicionista dispuesto a fornicar en plena calle y tirarse el quicio de las puertas, cosa que ocurrió en la Plaza del Conde de Barajas a plena luz del día”.

La mañana del último día de 1875, como si hubiera decidido que no merecía la pena pasar de año, sufrió un colapso y murió tirado en una acera. Tenía 26 años. El doctor Velasco ni se enteró. Cuando pudo cerciorarse ya era tarde y no pudo embalsamarlo.

Del gigante extremeño quedan únicamente los huesos. La piel, arrancada entonces por Velasco, (y según cuenta el escritor y periodista extremeño Luis Folgado de Torres) quedó durante años guardada en los desvanes del museo, aunque ahora no hay ni rastro, pese a que allí permanecieron hasta los años ochenta del siglo XX. Tiste final para uno de los grandes extremeños de la hostoria. Literalmente.

 

 

 

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Leyendas y creencias de una tierra mágica

Sobre el autor

Periodista especializada en antropología. Entre dioses y monstruos www.lavueltaalmundoen80mitos.com www.extremadurasecreta.com


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