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Israel J. Espino

Extremadura Secreta

Las plañideras de la muerte: lamentatrices, lloronas, ofrenderas y rezanderas

Ilustración: Borja Gonzalez Hoyos

Las plañideras existen desde la más remota antigüedad. Incluso el propio Dios las contrata, ya que para expresar de un modo más enérgico la desolación que debía causar al pueblo judío la devastación de Judea, el profeta Jeremías dice que el Dios de Israel mandó a su pueblo a hacer venir lloronas que él designa bajo el nombre de lamentatrices. Este uso del pueblo hebreo pasó a otras naciones y sobre todas, se conservó entre los griegos y romanos.

 

Esta última tradición se ha recuperado recientemente en Mérida, aunque sea de manera  figurada, por asociaciones recreacionistas que vuelven a dar vida a la muerte realizando, de la manera más fiel posible, un funus o funeral con plañideras digno del cadáver del mejor de los legionarios.  

Plañideras en el “Funus” romano de “Emérita Antiqua” (A. Briz)

 Las plañideras, con el cabello revuelto  y cubierto  de cenizas, llevaban un pequeño recipiente en el  que recogían las lágrimas que derramaban. Estos vasos llamados lacrimatorios se depositaban con mucho cuidado dentro de la urna donde reposarían para siempre las cenizas del difunto.

 

Imagen encontrada en una iglesia de Garrovillas de Alconétar (Jimber)

El paso de los siglos no logró erradicar esta costumbre, aunque la modificó en algunos aspectos.

En el siglo XVIII el pueblo llano siguió manteniendo costumbres muy arraigadas que serán muy combatidas tanto por los ilustrados como por la Iglesia, quienes tratarán de mantener la ortodoxia tradicional y tacharán algunas de estas manifestaciones populares de “heréticas”. Pero el pueblo continúa pagando para que alguien llore a sus muertos, y en ocasiones sucede, como recoge Marcos de Sande  en Garrovillas de Alconétar,  que las  “lloronas” reciben por sus servicios un celemín de higos (acomulgau). De este hecho emerge una expresión extremeña:

“lloramí bien llorau

 y te daré un acomulgau“,

 

Esta costumbre ancestral parece remontarse a la Edad Media y puede tener incluso, un origen más remoto. Hasta tal punto llega esta práctica en la localidad, que según afirma Jose María Velaz, los llantos descompuestos de estas mujeres llorosas y lastimeras no sólo interrumpían al sacerdote que oficiaba el funeral, sino que eran motivo de cachondeo por parte de los feligreses que acompañaban al difunto y a sus familiares. Por esta razón, el visitador don Domingo Merino Larrañaga, daba el siguiente mandato a la parroquia en la primera década del siglo XVIII, con el fin de erradicar la costumbre que califica propia de gente “bárbara”:

 

“…por quanto emos visto y reconocido que en los entierros lloran en esta villa las mugeres con descompostura de que se origina lo uno la perturbazion de los sacerdotes que estan zelebrando y lo otro la indezencia que en el templo se origina, moviendo a irrision a los fieles, siendo las yglesias dedicadas a dios para que los cristianos lloren sus culpas siendo los llantos mencionados arriba especie de Barbarismo que debe remediarse, mandamos que ninguna muger llore en semejantes funciones, pues menos inconveniente es que se queden en sus casas que no vaian a alborotar la yglessia, lo qual cumplan pena de excomunion mayor y de doze reales aplicados a la fabrica de esta yglesia…” (ADC. Libro de Visitas. Parroquia de San Pedro. Leg. 96. Garrovillas de Alconétar)

A pesar de la prohibición, en muchos pueblos extremeños el oficio se mantuvo escondido de las autoridades eclesiásticas de Roma, y todavía a principios del siglo XX, en los antiguos entierros rurales, las familias ricas contrataban a plañideras para que lloraran y proclamaran a grito pelado las virtudes del difunto, que ya se sabe que hasta el peor bicho pasa a ser bueno cuando se muere.

 

Por este singular oficio se conocerá a Garrovillas como el pueblo de los llorones, pero lo cierto es que no sólo existió aquí este singular trabajo, sino que también existieron lloronas en Hervás y Coria . Y si famosas fueron las lloronas de Garrovillas de Alconetar también lo fueron las plañideras de Guijo de Granadilla. Cuenta el investigador Félix Barroso que “todavía queda memoria en la gente mayor de las lloronas por Tierras de Granadilla, que, en el cortejo fúnebre, incluso se revolcaban por el suelo, dando enormes alaridos. Incluso cuentan que una de ellas, metida tan de lleno en su papel, se aferró al ataúd cuando lo metían en el “bochi” y cayó al hoy abrazada a él“. 

Angela la rezandera (Hoy)

En Casar de Cáceres para los ricos se hacían entierros de pan y cera, a los que iban cincuenta pobres con velas encendidas. A estos especiales acompañantes, según nos cuenta el historiador Jose María Domínguez Moreno, se les daba dos pesetas de propina. En este pueblo destacaba en los entierros la figura de la ofrendera. La típica mujer iba vestida con doce sayas superpuestas, dos pañuelos de merino colocados al pecho y una mantilla larga, y adornada con un rosario grande de madera. Su función era la de llevar a la iglesia cinco cirios alumbrando en una mano, así como una cesta con pan y una jarra de vino de misa en la otra. Y es que el oficio ha cambiado, pero no ha desaparecido. Las que antes eran lloronas ahora son rezanderas o rezandoras. Ángela Galán tiene 90 años y una gran sordera debido a su edad, pero hasta hace poco continuaba  rezando en Casar de Cáceres, donde además recitaba salmos, rezaba, encendía velas y hasta cuidaba de los trámites legales y los documentos del muerto en representación de sus parientes.

 En la iglesia de Nuestra Señora de Asunción, en Campanario, es donde Facunda Santiesteban ejerce de rezandera. Le molesta que la llamen plañidera, entre otras cosas porque ella no llora, y afirma  que tampoco cobra, y que lo que pagan los parientes por rezar a sus muertos se lo queda la parroquia. “La cuenta la lleva el cura”, me confiesa Facunda, quien me aclara que en los últimos tres meses ha rezado  a 13 difuntos. “A seis euros el difunto, 78 euros que dono a la iglesia”, afirma.

 Y es que el oficio es vocacional. “Yo lo hago por vocación– me comenta- porque mi hermana murió con 45 años y a mí eso me marcó. Yo soy muy creyente. Rezo todos los días, y con devoción”. Ella, según me cuenta, es como los médicos, que tiene que estar siempre de guardia, “porque algún día estaba en el campo con la familia y me han avisado de que había un difunto y he tenido que volverme al pueblo”. Un auténtico servicio público.

Pero a diferencia de las profesionales del siglo pasado —que gemían a alto volumen y llegaban a rasgarse las ropas, golpearse el pecho y arrancase cabellos durante sus actuaciones en misas y funerales— las plañideras del siglo XXI son discretas y rezan en silencio, como lo hizo hasta hace poco, según me contaban en el pueblo, “La pestañita blanca”, la última rezandera de Garrovillas de Alconétar.

 Y aunque existen empresas de plañideras que pueden llorarle a voces a su difunto o difunta, nos tememos que, con el tiempo, tiene todas las papeletas para  terminar desapareciendo. Y cuando llegue ese día… ¿Quién llorará a las plañideras?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Leyendas y creencias de una tierra mágica

Sobre el autor

Periodista especializada en antropología. Entre dioses y monstruos www.lavueltaalmundoen80mitos.com www.extremadurasecreta.com


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