“Apenas puedo creerlo, pues dicen que nuestros abuelos salieron de las tumbas, quejándose en el transcurso de la noche silenciosa. Dicen que una masa vacía de almas desfiguradas recorrió aullando las calles de la ciudad y los campos extensos”.
No se trata de una escena de ninguna película de serie B, sino de un texto del mismísimo Ovidio, en el que advertía a sus contemporáneos del peligro de olvidar unas buenas pompas fúnebres.
Hace ya algún tiempo el arqueólogo y conservador del Museo Nacional de Arte Romano, Jose Luis de la Barrera, me comentaba algo que me hizo pensar: “La imagen que tenemos de los romanos sentados plácidamente leyendo los epitafios de las tumbas hay que desterrarla drásticamente, porque realmente el romano pasaría a galope tendido por allí. El romano era un hombre miedoso. Huía de las tumbas. Las temía”.
Y es que como ya comentamos, el romano, más que a la muerte, teme a la mala muerte, y a lo que esta conlleva. Un mal entierro, sin observar los ritos adecuados, podía convertir a un muerto en un lémur, una larva, un fantasma.
El romano teme a “la infamia”, que no le permite estar enterrado en el mismo sitio que los demás, como parecen demostrarlo las fuentes escritas cuando nos hablan de rituales específicos destinados a conjurar el peligro potencial de determinados tipos de muertos, como bien ha estudiado, entre otros, la doctora en Historia Antigua Silvia Alfayé. Serían “marginados”, a los que se daba sepultura en áreas diferenciadas (probablemente de noche y poco menos que a escondidas), o conforme a ritos que los distinguían peyorativamente de sus coetáneos, como criminales, ajusticiados (pasados a espada, decapitados, asfixiados, o ahorcados), suicidas, discapacitados, enfermos contagiosos (lepra, tuberculosis, demencia, rabia, porfiria), individuos que desempeñaron trabajos o actividades infamantes, como enterradores, hechiceros, magos, actores o simplemente muertos prematuros, olvidados de los dioses y un peligro potencial para los vivos, sobre todo los más cercanos.
Efectivamente, y como me contaba la arqueóloga y conservadora del Museo nacional de Arte Romano Pilar Caldera, a los ajusticiados se les da la mala muerte, y no cumplen uno de los principales rituales, que consiste en depositarlo en el suelo cuando está agonizando, para que sea acogido por la madre tierra.
Los que han muerto colgados o crucificados (que no tocan el suelo a la hora de su muerte), los que han muerto de enfermedades extrañas o deshonrosas, y también los niños, los inmmaturis (espíritus iracundos porque no se les ha dado la posibilidad de terminar el recorrido de su vida) tienen todas las papeletas para volver de la tumba. Una forma de conjurar ese peligro es con la fórmula “sid tibi terra gravis” “que la tierra te sea pesada”.
¿Cómo se conseguía esta “tierra pesada”? Pues realizando una serie de ritos que, a lo largo de la historia y según afirma el arqueólogo Enrique Gonzalez Cuenca, han sido interpretados a lo largo del tiempo en clave “vampírica” o “revenántica”, y suelen consistir en tumbas con muertos decapitados (o mutilados de alguna otra forma), con piedras en la boca, dispuestos en decúbito prono, inmovilizados con grandes piedras o clavados al suelo.
Una de las formas más sencillas de mantener a los muertos a raya es enterrar el cadáver en decúbito prono (es decir, boca abajo, con el rostro hacia el suelo), de tal manera que, si intenta salir de la tumba, cada vez se hundirá más y más en la tierra. Aunque no está publicado aún, el Doctor en Geografía e Historia Desiderio Vaquerizo ha adelantado que en Mérida se ha encontrado una decena de cadáveres decapitados (probablemente de ajusticiados) y enterrados boca abajo, “porque el ser humano tiene mucho miedo a aquello que no puede gobernar. Y el mundo de ultratumba no se gobierna desde aquí, se gobierna desde allí”.
El arqueólogo Miguel Alba recuerda que así apareció un cadáver romano en la zona del Camarín, en plena Vía de la Plata, pasando el río Albarregas, (“los fantasmas tienen problemas para atravesar el agua”, me recuerda Miguel, guiñándome un ojo). La sepultura tenía la inhumación hacia abajo, lo que se interpreta como una especie de castigo, aunque reconoce que es extraño que hayan aparecido con su depósito funerario.
Pero no solo los romanos temen a sus muertos. La arqueóloga Yolanda Picado se encontraba analizando el lugar donde se iba a hacer una carretera en los alrededores de Esparragalejo, a las afueras de Mérida, cuando se encontró con algo que no esperaba: un cementerio musulmán con un enorme número de cadáveres enterrados boca abajo, y con los brazos colocados de manera antinatural. La construcción de la autovía y el hecho de que las tumbas se encontrasen en un terreno privado cortaron de lleno un estudio que podía haber dado más de una sorpresa…
Otra forma de impedir que los muertos vuelvan a la vida es colocar clavos que fijen el cuerpo a la tumba, para que este no acompañe al alma en ningún viaje no deseado. Como me contaba Caldera “en las tumbas se pueden encontrar clavos con distintos significados: los clavos del ataúd y los clavos del bronce, que fijan el alma al cuerpo porque no es deseable que acompañen al cuerpo, o bien fija, mata, sujeta a los espíritus que puedan ser molestos, por esos están clavados alrededor de la cabeza del difunto o en los hombros”. Caldera afirma que al menos una calavera apareció con un clavo en el cráneo, y otras con la cabeza separada y puesta entre las piernas, en la zona de los Bodegones. Jose Luis de la Barrera también me confirmaba la idea: “se ponían clavos mágicos para evitar que el cadáver resucitase”.
Otro de los métodos para evitar que los muertos salgan de sus tumbas es el de inmovilizar el cadáver con una piedra. En Mérida la arqueóloga Juana Márquez se encontraba excavando la tumba A-19 de la necrópolis de Albarregas, en Mérida, cuando se encontró con la sorpresa: una enorme piedra colocada sobre las piernas de un niño de menos de 3 meses.
Los niños en época Altoimperial romana son considerados muertes prematuras porque son muertes antes de tiempo, muertes raras, extrañas, como las los suicidas. Y hay rituales de magia que se realizaban aprovechando enterramiento infantiles. Márquez me asegura que “si el enterramiento fuera de época Aaltoimperial, podría asegurar que la piedra estaba ahí para impedir que el niño se levantara como sucede con otros cadáveres con piedras encima, o con algunos muertos con clavos, pero al ser un enterramiento Tardoromano es difícil de demostrar, y es aún más difícil poder fecharlos, porque no tienen deposito funerario”.
Tumba infantil aparecida en la necrópolis de Bodegones con una piedra sobre las piernas (Foto: Consorcio de Mérida)
Así que, aunque Márquez afirme que puede haber una posibilidad de que esa piedra no tenga nada que ver con rituales mágicos, De la Barrera opina que “a tenor de otra serie de ejemplos de otros lugares del Imperio (no solo en época romana sino también en época posteriores) se ha interpretado como un método mágico, para evitar que personas que no habían alcanzado aún una determinada edad o que tenían una serie de características excepcionales pudiesen salir de la tumba y atormentar a los vivos. Esas piedras aparecen no solo en niños, sino también en personas mayores, es decir que lo que se pretendía era no sólo reforzar el espacio, sino también la salida de la tumba”.
Los romanos creían que el espíritu de un niño muerto prematuramente podía ser invocado contra un enemigo, y que los muertos volvían como fantasmas. Y volvían no sólo en espíritu, sino en cuerpo y alma, a menudo para terminar algo.“Los romanos entendían que el alma volvía a poner en movimiento el cuerpo para determinados fines, como la resucitación de cadáveres –continúa contándome Caldera- , sobre todo cuando morían de muerte violenta. Gracias a una ceremonia de brujería se le ordenaba que volviera a la vida durante el tiempo necesario para preguntarle sobre el porvenir”. La necromancia, la adivinación a través de los muertos, viene de lejos.
Caldera va más allá y afirma que ésta no es la única tumba emeritense con piedras colocadas a propósito para inmovilizar a los muertos. Y que las hay, no solo romanas, sino también hasta el siglo XVII.
Y anteriores también. Porque a escasos kilómetros de Mérida, en Almendralejo, hallamos un difunto de la Edad de Bronce al que destrozaron el cráneo con una gran piedra. Se encontró en la Cista VI de la Necrópolis de Las Minitas, y en esta ocasión carecía de ajuar funerario.
Y es que como bien afirma el arqueólogo Enrique Gutiérrez Cuenca en su proyecto Mauranus, “ahora que ya sabemos que los muertos “reviven” y nos visitan, conviene tener presentes algunos trucos para ponérselo más difícil. Una de las formas de prevenir el retorno de un cadáver parece haber sido la colocación de algún tipo de objeto en su boca. El porqué no queda claro, ya que aunque resulta que, según una opinión muy extendida en la Europa preindustrial, los muertos mastican (sí, sí, mastican), esas cosas que se meten en sus bocas al enterrarlos y que tienen como función evitar que hagan daño a los vivos, pueden servir tanto para que las masquen (y así se entretengan) como para evitar que muerdan y se devoren a sí mismos o a otros cadáveres. O a los vivos…”
Varios arqueólogos que han trabajado en Mérida, entre los que se encuentran Caldera y Picado, no dudan en afirmar que sin duda han aparecido en esta ciudad cadáveres con piedras en la boca. “El problema – afirma Caldera- es que hasta hace bien poco no existía una gran sensibilidad hacia lo mágico. Los temas de magia, aunque se sabe que es una constante, no son algo que haya tenido un gran predicamento a pie de excavación”. Por eso, como mucho, en algunos estudios se limitan a poner “cabeza fuera de su lugar”, sin considerar si fue colocada ahí a propósito ni por qué se hizo”.
Y es que, como afirma Vaquerizo, en las excavaciones “hay que hacer las preguntas correctas, porque si no, la tierra no habla”. Como en la vida misma.