Hace ya muchos post (cómo pasa el tiempo cuando una se divierte) hablábamos del mal de ojo y de la creencia en él que aún subsiste en Extremadura. No es extraño si pensamos que este mito lleva al menos dos milenios corriendo por nuestras venas.
Y es que nuestros antepasados los romanos ya creían en el Fascinum o Fascinatio, que es como se llamaba al mal de ojo por aquellos tiempos y en estos lares.
La figura del Falo también era conocida en Roma como Fascinum, y sin llegar a ser considerado un dios estaba representado por un ídolo de forma fálica depositado en el templo de Vesta, que se exhibía públicamente durante los Triunfos colocado en el carro del militar victorioso, o en las Liberalia, cuando la imagen del falo era conducida del campo a la ciudad entre cánticos lujuriosos, con la intención de favorecer las cosechas y protegerlas del mal de ojo y de la envidia.
El mal de ojo descansa sobre la idea de que determinadas personas tienen poder para provocar no solo afecciones diversas, sino incluso la muerte, y puede trasmitirse a cualquier ser vivo, incluidos los animales, y por cualquier medio, incluidos el sonido de la voz, el olor corporal o el aliento, que según Plutarco, bastan para propagar el mal.
Y contra el mal, nada como acudir a casa del herrero y conseguir amuletos. Como afirma Jose Luis de la Barrera, las excavaciones arqueológicas ha sacado a la luz una gran cantidad de ellos. De hecho, el Museo Nacional de Arte Romano de Mérida conserva una selecta colección que expone en las vitrinas de sus salas.
Y es que en Mérida se ha documentado un gran número de amuletos de bronce que representan el falo en distintas formas: alados, erectos, dobles e incluso triples. Podían tomar la forma de colgante o de anillo y, debido a la protección que otorgaban, sus portadores serían principalmente niños y niñas, aunque las mujeres romanas también llevaban figuritas de bronce en forma de genitales masculinos colgadas de los collares, e incluso se han encontrado algunos de gran tamaño, apropiados para ser colgados de caballerías.
Además de estos ejemplos encontramos otros, en relieve y en obras de arquitectura, como el guardacantos –elemento protector de la esquinas de los edificios frente al tráfico rodado de las vías públicas– que se halló en la Barriada de la República Argentina. No es el único falo pétreo de la antigua capital lusitana: repartidos por la ciudad, hay otros igualmente “monumentales”. Así, podemos encontrar relieves fálicos bajo el primer arco del puente romano, sobre uno de los pilares del acueducto de “los Milagros” o en uno de los sillares de refuerzo de la muralla en el tramo que atraviesa “Morerías”.
Y es que, como afirma Pilar Caldera, adivinaciones y sortilegios, encantamientos, idolatrías y conjuros encontraron en el solar hispano un caldo de cultivo idóneo para su fecundación, casi siempre en coincidencia con periodos de crisis. Y aún hoy en día, con un hiato de miles de años, se realizan ritos y prácticas que hunden sus raíces en la más remota antigüedad. De hecho, la portada de su libro es el dibujo de un falo alado. Por si acaso.