La plaza mayor de Plasencia continúa siendo el centro neurálgico de la ciudad, el principal escenario urbano; punto de encuentro ineludible en el transcurrir pausado de la vida cotidiana. Como punto focal de un casco histórico vivo, cuyo dinamismo funcional, lleno de atractivos y con ese singular regusto de los escenarios urbanos decadentes que tanto me gustan, resume una serie de valores, clasificables como patrimonio inmaterial, que deberían ser objeto de cuidadosa protección y activa defensa, como bienes esenciales e imprescindibles.
Conservar los modos de vida que caracterizan a esta pequeña y hermosa ciudad provinciana es un reto de futuro y debería ser un objetivo en este presente mutable, donde todo cambia demasiado deprisa sin concedernos tiempo para la reflexión.
La modernidad, no siempre bien entendida, impone su tiránico dictado. Esto, unido a un poco meditado afán de emulación de otras urbes más punteras y rediseñadas, suele materializarse en innovaciones y experimentos poco adecuados al tamaño y rango urbano de Plasencia.
Las consecuencias no son nada desdeñables, ya que pueden poner en peligro los valores que singularizan a la ciudad; entre ellos el dinamismo de su casco histórico y la centralidad de su plaza mayor.
Cada ciudad tiene su propio modelo urbano: un conjunto de elementos combinados de tal manera que dan lugar a un ente singularizado. Por eso, el principal esfuerzo debe centrarse en descubrir las claves de composición que caracterizan y diferencian a Plasencia del resto de las ciudades.
Más de ocho siglos de urbanismo dan para mucho y están llenos de aciertos y de errores. Hay que aprender de ambos, procurando no repetir los errores y dando valor a los aciertos. Plasencia debe centrar sus esfuerzos en comprender cual es su modelo urbano, qué elementos son los que lo configuran y cuáles los que lo desfiguran. Sólo entonces podremos diseñar la Plasencia del futuro.