Aunque para la ciudad de Plasencia, así parece, el río Jerte no desemboca en San Lázaro y puedo asegurarlo por experiencia propia. Sigue habiendo río aguas abajo del precioso conjunto puente-ermita. Es cierto que, a partir de ese punto, el Jerte comienza a ser otro río, muy diferente al que pasa por la ciudad, pero igualmente lleno de belleza. Y sin embargo, es prácticamente desconocido para la mayor parte de la población residente y visitante.
Bien es verdad que, dadas sus condiciones de suciedad y abandono, no es muy recomendable su visita para los neófitos en la cosa campera y adeptos del cemento como pista de paseo. La zona es verdadero territorio comanche, gestionada a modo de finca particular de la etnia aficionada a los equinos; únicos que transitan este precioso tramo del río. Hay una trinchera de la vía, cerrada en ambos extremos con alambrada, que funciona como improvisada cuadra de caballos.
Una ruta de senderismo, marcada hace algunos años por la Concejalía de Caminos del Ayuntamiento, recorre buena parte de esta zona, siguiendo el abandonado trazado del ferrocarril que nos unía con Astorga. Por esta razón, se denomina ruta de la vía, nombre que la asociación senderista El Bordón sustituyó por el de Ruta de Gastón Bertier; ingeniero francés, afincado en Plasencia, que hizo dos obras en el recorrido: el túnel de San Lázaro y la central hidroeléctrica de Berrocalillo. Sólo las asociaciones de caminantes de la ciudad usan la ruta, además de algunos osados ciudadan@s, entre los que me cuento; una pena.
De cualquier modo, la zona es preciosa y ofrece unas vistas insólitas de la ciudad y su fachada fluvial más desconocida: desde la silueta histórica de la mole de Santo Domingo y la Catedral hasta el Palacio de Congresos como principal hito del paisaje urbano del siglo XXI.
Allí el Jerte vuelve a ser un río de aguas bravas, circula por lecho pedregoso y dentro de un impresionante cañón tallado en el granito. Las vías del ferrocarril nos permiten acercarnos a este hermoso lugar y cruzar el cañón, a unos 40 m. de altura, mediante el elegante puente de hormigón armado (junto a los pilares del desaparecido de hierro), que lleva años sin uso y debería ser catalogado y protegido. Cuando se construyó (1936), su arco de catenaria (48 m.) era de los de mayor luz de Europa y un logro técnico.