“No estás solo, pide ayuda porque no eres el único, cuéntalo” Estas son las palabras que le diría a toda a aquella persona que se siente acosada en su vida diaria, desgraciadamente el silencio siempre hará más fuerte al acosador y la única forma de vencerle es derribar el muro que ha levantado el miedo, la vergüenza, la inseguridad y el dolor.
Estas entrada podría valernos para cualquier tipo de acoso, pues podemos encontrar violencia en las casas, las calles, los lugares de trabajo… Pero hoy vamos a centrarnos en el acoso escolar, más como conocido Bullying y que cada vez más nos preocupa tanto a los que tenemos hijos como a los que trabajamos con ellos. Es una verdadera tragedia que el lugar donde más feliz y más protegido debería estar un niño, se está convirtiendo en un lugar de violencia, miedo y frustraciones. Un niño no debería tener miedo al salir a la calle ni al ir al colegio, un niño debería poder ser niño y para ello, creo que la sociedad entera tenemos que plantearnos qué estamos haciendo mal, porque claramente nos estamos equivocando en algo. Conozco muy de cerca un caso de una niña acosada y basándome en lo que ella me contó dirigiré estas palabras.
Esta niña creció con su abuela porque sus padres vivían lejos y llegó nueva a un centro en tercero de Primaria, venía de un colegio donde tenía muchísimos amigos y donde era plenamente feliz, lo que debería ser lo normal en un niño. Ella recuerda aquel primer día como si fuese ayer, y han pasado ya unos cuantos de años, recuerda con lágrimas cómo pasó la tarde anterior eligiendo la ropa y colocando su mochila para causar buena impresión a los nuevos compañeros ¡No imaginaba que empezaría su pesadilla en ese momento! La llevaron al colegio y le dijeron “esta es tu fila, estos son tus compañeros” y la que pronunció aquellas palabras se marchó, dejándola frente a una niña que la miró fijamente y le dijo “vete de aquí, tú no puedes venir aquí”, ¡Cosas de niños! pensaría alguien que lo escuchara, pero lo cierto es que fue el inicio de todo lo malo que vendría después. Al llegar a clase ya había todo un grupo de niñas que no querían ni mirarla y a los pocos días ya tenía un mote por el que la llamaban desde todos los rincones, hasta hacerla llorar sin cesar en silencio, siempre escondida y avergonzada ¿Era ella la que debía sentir vergüenza?
En los recreos, donde normalmente vemos a los niños jugar sin parar, ella se sentaba siempre en un escalón suficientemente cerca de los maestros para que no pudieran pegarle, era su defensa ¿Qué hacía durante esa media hora? Nada, no hacía nada, solo esperar a que llegase el momento en el que sonara el timbre y entrar en clase de nuevo, siempre cerca de algún maestro para evitar empujones o que le escupieran en el pelo. La media hora de recreo se hacía muy larga, no se sentía segura hasta estar en su sitio y con el maestro delante. Muchas veces acudían a ella durante el recreo para invitarla a jugar, pero en cuanto se confiaba le abrían la puerta del cuarto de baño o la cogían entre un grupo y le pegaban, o le llenaban la mochila de leños, o le rompían los cuadernos y libros… Ya no se fiaba de nadie, lo mejor era estar en un sitio visible y que el tiempo pasara cuanto antes.
¿Y la hora de la salida? Eso era lo que peor llevaba, lo más difícil era conseguir llegar a casa sin que le pegaran en la puerta del colegio o en algún tramo del camino. Día tras día se quedaba en clase cuando tocaba el timbre, y en lugar de salir a las dos, que era la hora de salida, se quedaba con el grupo de los alumnos castigados para salir corriendo (literalmente) media hora después de que todo el mundo saliera y media hora antes de que lo hicieran los castigados. Después, siempre tenía que coger nuevos caminos, aunque fuesen caminos más largos, porque siempre en algún tramo del recorrido había alguien esperando tener su momento de gloria, quedar de valiente y pegar sin que ella pudiera ni defenderse a la que ellos llamaban “la oveja” ¿Por qué ese mote? Nunca lo supe y prefiero no saberlo. Si ya has llegado hasta aquí leyendo puedo confesarte que esa niña de la que hablo es una mujer que hoy tiene veintinueve años y que soy yo, que todo lo que contaré aquí lo viví y lo sufrí en mis propias carnes, pero que sobreviví a ello, que terminé derribando el muro del miedo, la vergüenza, la inseguridad y el dolor. Miedo porque nunca sabía cuando iban a venir a por mí, nunca sabes si hoy te van a romper la mochila, la chaqueta o el carrito donde llevaba rodando mi macuto. Vergüenza porque piensas que has hecho algo, no sabes qué, y que quizás te lo mereces, piensas que eres la más fea del mundo, que has tenido mala suerte y que no has salido agraciada físicamente; temes que tus padres o familiares se enteren de lo que ocurre porque la situación te avergüenza, no es el miedo, sino la vergüenza lo que te impide hablar. La inseguridad, porque el camino que ayer me parecía seguro hoy compruebo que no lo es, porque solo estás segura en casa, donde a la vez cada vez estás más sola y más indefensa. Y dolor, muchísimo dolor, un dolor que me perseguirá siempre, porque tengo la extraña sensación de que me robaron mi infancia, porque en aquella época creo que la palabra “bullying” ni existía, los maestros miraban lo que ocurría y no hacían nada, no había un protocolo, como lo hay hoy, para estos casos y los padres de los acosadores nunca fueron informados de lo que hacían sus hijos, tampoco los míos.
He intentado resumir en una pocas palabras lo que fueron tres años de acoso, tres años que acabaron un día en el que una compañera, acompañada por otras, me esperó en la puerta para pegarme y yo no me dejé pegar, no sé de donde saqué aquel día valor, me sentí David contra Goliat, planté cara y comprobé que no tenía menos fuerza que ellas, que podía ganarles y ya no volvieron a pegarme. Los insultos fueron cediendo con el tiempo, quizás el hacernos mayores fue ayudando, y el amor propio… ¡ese tardé muchísimo más en recuperarlo! Durante muchos años pensé que era la más fea de entre todas las mujeres ¿Cómo pudieron conseguirlo? ¿Como se puede llegar a ese extremo? Poco a poco, muy despacio la moral de las personas se desgasta y crees ser algo tan diminuto que volver a recuperarla conlleva una lucha interior inimaginable y una fuerza de voluntad que todavía no sé de donde conseguí sacarla.
Últimamente salen a la luz notas de suicidio de niños que no han aguantado más y han decidido acabar con su vida, una vida que podría haber dado un cambio como lo dio la mía y que ya nunca lo sabremos, porque antes de empezar a vivir les cortaron el vuelo. He de decir, llegados a este punto, que yo también tenía escrita la mía, que también deseaba morir a cada momento, pero me decía a mí misma que no tenía el valor. Muchas veces me acerqué al espejo del cuarto de baño con un cuchillo y me lo acercaba al cuello pero me temblaba la mano y paraba, después me lo acercaba a las venas de la muñecas pero me ocurría lo mismo. Miraba las pastillas de mi abuela y también se me ocurrían cosas para hacer con ellas, pero me faltaba el valor, me decía a mí misma. Mi pensamiento más repetido era “¿Por qué he tenido que nacer? ¿Qué sentido tiene mi vida si ni acabar con ella soy capaz?”.
Un acosado no pedirá ayuda, pero sí hay testigos, siempre los hay y son éstos los responsables de alzar la voz por aquellas personas que ya se han quedado mudas, que ya no tienen fuerzas para gritar lo que ocurre. Por ello, como dice una conocida canción cantada por El Langui “Se buscan valientes que apoyen y defiendan al débil”, es necesario dar valor a todas aquellas personas que no miran hacia otro lado, por suerte cada vez más, y alzan la voz; al hablar salvan la vida de un niño y puede que todavía no sea muy tarde y salven , también, su infancia. Acabar con el acoso debe ser tarea de todos y creo que por eso decidí ser docente, sentía que muchos otros debían tener a alguien que gritara por ellos. ¡Juntos derribaremos el muro! Hoy, con estas palabras, parece que por fin derribé yo el mío.