Un virus ha invadido nuestras calles, uno que se expande rápidamente entre la población, privando a los infectados del placer de decidir por si mismos y se adueña sin piedad de sus vidas. No, no hablo del fin de la humanidad por una epidemia zombie, me refiero a la ludopatía; un impulso irreprimible de jugar apostando dinero que acaba por empujar a miles de personas hacia un sinsentido de máquinas tragaperras, ruletas, loterías, apuestas deportivas, y otras muchas modalidades de juego.
Lo más sorprendente de todo es que para comprobar esta afirmación no hace falta más que dar un paseo por el barrio. En los últimos años los establecimientos de apuestas se multiplican sin parar, pasando de ser algo típico de película americana a formar calles plagadas de grandes establecimientos que atraen a público de todas las edades con luces de colores y promesas de salir de allí con los bolsillos llenos de dinero.
Calles de toda España se han deshecho de los pequeños bares tradicionales para dar paso a una sucesión de establecimientos de juego, la pesadilla de cualquier ex-adicto al juego. Toda una crueldad si tenemos en cuenta que ante una patología de este tipo conlleva descontrol y malestar tanto a nivel individual como el que genera el enfermo sobre todo su entorno a través de una red de mentiras y deudas, entre otros factores.
Estas situaciones, reales como la vida misma y que tristemente no comprenden casos aislados, sino que es algo habitual, nos hacen preguntarnos qué tipo de control existe en este negocio. Podemos destacar aquí el esfuerzo casi nulo del estado por moderar estos casos, si bien es cierto que se cobran unos tributos bajo el pretexto de garantizar la protección del orden público y se toman ciertas medidas que deberían impedir la bancarrota del enfermo en cuestión, también lo es que estas medidas resultan inefectivas e insuficientes.
Un ejemplo claro podría ser la creciente actividad en las apuestas deportivas de los menores de edad, que logran ir paso por delante de la ley al conseguir que adultos apuesten por ellos a cambio de comisiones o jugando ellos mismos, ya sea por usar un DNI falso, o en casos más graves, porque los encargados de comprobar la identidad del jugador no cumplen su función.
No es de extrañar que esta diversión esté al alcance de cualquiera, dentro o fuera del marco de la legalidad, y es que dejando a un lado estas negligencias de los establecimientos físicos, muchas casas de renombre van un paso más allá al crear un acceso desde la red, poniendo en bandeja a los más enterados hacer la trampa.
Por no mencionar la saturación de anuncios que se reparten entre la televisión pública en horario infantil o lo más sorprendente de este tipo de contenido publicitario: su emisión en los mismos canales que se dirigen única y exclusivamente a unos espectadores aún inmaduros.