Decía Aristóteles que «el hombre es un ser social por naturaleza», necesitamos a los demás para sobrevivir, un hombre aislado no puede desarrollarse como persona. «El que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada para su propia suficiencia, no es miembro de la sociedad, sino una bestia o un dios», manifestó el filósofo griego. Cuando nos sentimos solos en un lugar nos desorientamos, nos sentimos intimidados, nuestros músculos se tensan —atacar o huir—, las demás personas parecen medir algo más que nosotros a pesar de sacarles, en algún caso, una cabeza y media. No estamos en nuestra zona de confort, y se nota.
De forma cíclica, en nuestra vida pasamos y pasaremos por muchas ocasiones así; trastocamos nuestra estabilidad social con cada decisión que tomamos, sin saberlo, igual que en aquellos videojuegos donde según tus decisiones el protagonista acabaría ahorcado, ahogado o decapitado —lo sé, nunca se me dieron bien esos juegos—. Hay mil caminos que los seres humanos podemos tomar en nuestra vida, algunos más transitados que otros. Sin embargo, entre los jóvenes, hay un camino que todos los años se colapsa, yo hablaré de este.
¡Pum!, de repente te encuentras en otra ciudad, empiezas la Universidad sin conocer nada ni a nadie, sabes que necesitas estar a X hora en X sitio, tu misión para ir sobreviviendo es no separarte de esa directriz. Basta un simple primer instante con las personas que están en tu misma situación para comenzar a sentirte cómodo, apenas has hablado con alguien y mucho menos has entablado una amistad, pero te relajas, has entrado formalmente dentro de un grupo social donde todos buscan la comprensión de todos. Pasan los primeros días y cada vez te sientes más seguro, ya has descubierto a una chica que te sonaba de tu instituto, a un loco de los coches al que ayudaste a cambiar la rueda pinchada del Volkswagen de una chica que resulta que nació justo el mismo día que tú, a un atleta ganador —y futuro ganador— de un montón de medallas, a una apasionada de su cantante favorito que cuando se agobia es como si todo su alrededor se acelerara, a un chico nervioso pero inteligente del que no serías nada sin su ayuda constante, a una indecisa que te golpea cuando bebe, a una chica de ojos saltones que te hace pasar de quererla a odiarla en tan solo un microsegundo, a un chico callado pero que cada vez que habla sube el pan, a una «belieber-potterhead» —concepto que es necesario crear para describirla, ahí va mi aporte— o a una «amante del campo» con unos estornudos de los que no puedes escapar.
Y de repente te das cuenta de que cuando pasas días sin ellos les echas de menos, con sus rarezas, sus manías, sus risas… te das cuenta de que pondrías la mano en el fuego por cada uno de ellos, que todos te impulsan de la misma forma que les impulsas a ellos, y de repente ya no estás solo. Estás dentro de una familia donde cada miembro es igual de importante que el resto, donde si cae uno van todos a levantarle, es una familia acogedora, que da calor, en la que te sientes cómodo y de la que no te quieres ir. Sirvan estas palabras como mi más sincero homenaje a todos ellos.
Este camino por el que todos empezamos a caminar al mismo tiempo está lleno de aventuras, de cosas que te pueden hacer llorar, emocionar, enfadar y hasta pararte un segundo a un lado para observar a todos los que han decidido acompañarte a tu lado. Los observas con una media sonrisa, igual que pienso estas líneas observándolos en la cafetería mientras hablamos del último drama que ha surgido, estás en familia… y el maldito café está ardiendo y llegamos tarde a clase.