Imaginarse un amanecer veraniego en medio del Mediterráneo no es difícil, basta colocar en nuestro lienzo mental unas tranquilas aguas ennegrecidas aún por la falta de luz, un semicírculo rojizo que ya asciende desde el horizonte coloreando un cielo donde ya solo sobrevive el planeta Venus con su último aliento… y una pequeña silueta de una barca de madera, cualquiera diría que completamente abandonada, sin un objetivo fijo si no fuese por el medio centenar de cabezas que se pueden distinguir sobresaliendo por encima de la borda. Nuestra pequeña historia seguirá a tres de esas cabezas, la familia Habib, procedentes de la sureña ciudad siria de Daraa.
—¿Cuánta agua nos queda? —preguntó Samir a su padre.
—Demasiado poca, tendremos que racionarla hasta que salgamos de esta barca.
Ya llevaban tres días de travesía, los dos últimos prácticamente a la deriva y la tensión dentro de la barca crecía cada vez más debido al hacinamiento al que estaban siendo obligadas las 55 almas que buscaban cualquier esperanza en el horizonte.
—Vamos a acabar muriendo aquí —sollozó Aanisa— ya dije que podríamos haber buscado otra ruta, seguir hasta Argelia y cruzar ya por ahí… es mucha menos
distancia… mucha menos distancia…
—¿Y vagar otros tres meses por el desierto sin saber siquiera si podríamos cruzar
por allí? Esto era seguro Aanisa, maldita sea. Y cállate, estás asustando a Samir —Ahmad, el padre de familia de los Habib, sentía en sus hombros todo el peso de haber embarcado a su familia en semejante peligro… pero que le decapitaran si no estaban más seguros en medio del mar que en el lugar que abandonaron hace medio año.
A media tarde un pequeño estruendo los despertó del letargo en el que estaban
sumergidos, aquel sonido corto pero potente provenía de una embarcación que podía verse a lo lejos. Acercaron al borde de la barca unos prismáticos que llevaba un sudanés y pudieron apreciar que aquella embarcación parecía un barco de rescate, como esos que tantas veces habían visto en los periódicos mientras llegaban a la costa. Tenía pabellón español.
—Hòstia, fa un fred que mata putes.
—Miguel, te he dicho que no digas esas cosas delante de los niños.
—Pero es verdad, cullons. Llevamos ya cuatro días siguiendo al vasco este y lo único que nos hace pasar es frío y hambre.
—Bueno él está para sacarnos al otro lado, no para hacernos de comer. Y compórtate al menos delante de los demás, ¿o qué quieres? ¿que se alteren y nos pille la Guardia Civil? No pienso dejar que cuatro facciosos nos den matarile en la tapia del primer cementerio que vean.
—Está bien… está bien, en boca tancada no entren mosques.
—Pues eso.
La familia Miralles —Miguel y Elvira, no llegan ninguno a la cuarentena, se casaron hace 9 años; y sus hijos Ignasi y Alba, de 8 y 5 años respectivamente— iba dentro del grupo al que tocaba escapar a Francia esa semana, unas 130 personas compuestas por catalanes, aragoneses, extremeños, leoneses, murcianos y Aitor, un vasco de Errenteria que llevaba desde el inicio de la guerra ayudando a pasar refugiados por Irún y que ahora se había unido a un grupo de voluntarios en el paso de La Jonquera para guiar a los que huían de la muerte y la represión hacía un lugar seguro.
—Muy bien, ahora deberíamos de estar cruzando la frontera; por favor, guardad
silencio, nunca se sabe lo que se puede encontrar uno ahora —la voz de Aitor los reconfortó un poco, parecía que decía ya esa frase de memoria.
Miguel y Elvira cogieron de la mano a sus dos hijos, les temblaban a pesar de llevar los guantes más gruesos que pudieron encontrar antes de salir del pueblo, avanzaron unos kilómetros más casi al final del pelotón de personas hasta que vieron al principio del grupo cómo Aitor levantaba la mano en señal de «alto». A lo lejos, saliendo de su izquierda, se podía ver una carretera que era cortada por una barrera de hierro y una caseta de madera donde podía leerse claramente gracias a unas letras enormes: «Gendarmerie Nationale Française — S’il vous plaît arrêter». Al lado ondeaba la bandera tricolor francesa.
Tras unos días más pudieron desembarcar en el puerto italiano de Lampedusa, serían recluidos en un centro de internamiento hasta que la partida de ajedrez europea decidiera si serían llevados de vuelta, repartidos entre los países «libres» cual mercancía importada o condenados a seguir vagando para sobrevivir en el nuevo mundo.
La familia Miralles y el resto de huidos fueron llevados al campo de concentración francés de Argelès-sur-Mer, un campamento improvisado en la playa de la localidad homónima pensado para albergar a los miles de refugiados españoles que llegaban a Francia huyendo del terror. Allí las condiciones eran insalubres, apenas había agua potable y tenían que tirar del agua salobre que podían extraer de agujeros cavados
en la arena. El campo estaba rodeado por una red de alambre de espino y vigilado por lo que parecían tropas francesas coloniales, marroquíes y senegaleses en su mayoría.
—Así es como nos tratan —recriminó Pablo, un murciano del que se había hecho amigo Miguel durante la estancia en el campo— si nos quedamos en España nos quedamos sin nada o directamente nos matan, si escapamos de todo eso nos meten
aquí como si fuésemos un ganado al que es preciso tener vigilado. No nos quieren por estos lares, Miguel. Les damos miedo, piensan que les vamos a crear problemas e inseguridad.
—Mira si les ha faltado tiempo para reconocer a Franco. No hay justicia en este maldito mundo ni la habrá. El mundo cambia poco por mucho que te muevas, Pablo.
La familia Miralles, junto a cerca de 13 000 personas, permanecería recluida en aquel campo de concentración sobreviviendo como podían hasta que Francia fue invadida por Alemania, momento en el que abrieron los campos de refugiados para ayudar a las fuerzas francesas en la defensa de un país que no era el suyo. Cuatro años más tarde, republicanos españoles —que habían pasado por estos campos de concentración franceses— serían los primeros en entrar en París y liberarla del yugo alemán. El resto de los refugiados españoles se vieron obligados a sobrevivir como pudieron en una Europa que ya acostumbraba a dar la espalda según cómo cayera la moneda.
Mirad al pasado, y veréis el presente.