– I –
Un cielo cada vez más azul contornea a lo lejos cuatro figuras oscuras. El fotógrafo busca en su macuto la pequeña carpeta donde guarda su documentación. La encuentra bajo un mapa doblado de la provincia de Tinduf —Internet tiene sus limitaciones—, la abre y se asegura de que todo está en orden. Antes de cerrarla introduce unos pequeños trozos de cartón, viejos documentos de identidad españoles, están muy sobados y tiene que tener cuidado de no romperlos por la mitad al introducirlos en la carpeta. Se para a observar el último, la fotografía de una joven con hiyab le devuelve una mirada cansada. El nombre que viene escrito a la derecha de la imagen es el de Yamileth; «hermosa», en castellano. Sin duda el nombre le hace honor, piensa el fotógrafo esquinando una sonrisa. Flanqueada por el escudo franquista, una pequeña franja rojigualda corona el documento, sobre esta aparece en grandes letras negras la palabra «SAHARA».
El brusco frenazo de la pick up donde va sentado le saca de sus pensamientos. Han llegado a la altura de las cuatro figuras que no son más que cuatro hombres vestidos con uniforme militar. Tienen la tez oscura, portan sendos fusiles Kalashnikov con las bayonetas caladas, custodian una barrera de hierro que cruza de extremo a extremo la carretera de tierra. A la derecha, sobre una caseta de adobe, ondean de forma austera la creciente y la estrella de la bandera saharui. Dos de los tipos rodean el automóvil por los laterales mientras que un tercero se coloca entre la pick up y la barrera; tiene una cara neutra, no mira a nadie en particular, todo esto le es un simple acto burocrático más. Los movimientos de los soldados son sabidos, profesionales, típica rutina diaria. El cuarto se acerca a la puerta del conductor, con la mano apoyada en la culata del arma —que apunta hacia el suelo— realiza un gesto para que el conductor baje la ventanilla.
—Documentation, s’il vous plaît —el acento hace chivar que el dominio del francés del soldado no es, precisamente, nativo.
—Aquí tiene —el conductor ha respondido en castellano, lo que hace que el soldado le lance una mirada curiosa mientras observa los papeles que ahora tiene en la mano: tres pasaportes españoles, dos carnés internacionales de prensa y un salvoconducto oficial conseguido gracias al Ministerio de Exteriores de Argelia.
—¿Cuál es el motivo de entrar a la República? —ahora el soldado también habla en castellano, esta vez sí parece ser su lengua nativa, aunque con un ligero deje árabe.
—Hacer un reportaje. Somos periodistas, como ve —el conductor señala con la mano hacia la caja de la pick up, donde va sentado el fotógrafo, que enseña con un gesto amistoso su cámara Canon— queremos recoger un poco todo esto que está estallando ahora.
El soldado sigue sin tenerlas todas consigo, aunque sabe que poco puede hacer contra un salvoconducto oficial para cruzar la frontera, tienen orden de dejar pasar a todos aquellos que lleven encima uno como ese. El olor del militar llega al fotógrafo, huele a tierra, sudor y grasa para armas. Deben llevar varios días en ese puesto sin ser relevados; semanas, quizás. A éste no se le escapa la mirada del fotógrafo por lo que da unos pasos hacia la parte trasera de la camioneta y se colocan frente a frente. El resto de militares observa la escena con sus dedos rozando el guardamontes de los fusiles.
—¿Nombre?
—Ander, Ander Montoya —responde el fotógrafo sosteniéndole la mirada.
El soldado busca en los pasaportes ese nombre, lo encuentra, parece satisfecho. No tiene ganas de seguir perdiendo el tiempo.
—¿Sois los tres españoles? —se sigue dirigiendo únicamente al fotógrafo, Ander.
—Sí, todos.
Una mueca parece dibujarse en la cara del tipo, Ander no es capaz de traducirla. Devuelve los papeles al conductor y, con un leve gesto de la cabeza, ordena al resto de militares levantar la barrera para dejar el paso libre. El militar no vuelve a decir nada más, solamente observa cómo la camioneta cruza por delante de él y se acaba perdiendo en la lejanía.
– II –
Cubrir lo que estaba pasando en el Sáhara Occidental era algo que había interesado a Ander Montoya desde el primer momento en el que se enteró del inicio de las hostilidades entre el Frente Polisario y las tropas marroquíes. Siempre le había atraído todo el tema del Sáhara y ahora el destino le había dado una oportunidad de oro para sumergirse dentro del conflicto y recogerlo con la única arma que sabe disparar, su inseparable Canon 60D, un aparato espectacularmente fiable y que no le había fallado aún a pesar de haberla metido en lugares que harían echar el desayuno a unos cuantos.
Era freelance, en ese momento se encontraba realizando una serie de reportajes fotográficos por la costa de Argelia junto a Julián, un reportero que también iba por libre y Patricia, traductora y la persona encargada de gestionar el papeleo que requerían todas aquellas excursiones. Ander los conoció a ambos en el puerto de Almería, antes de cruzar en el ferry. Está medio seguro de que hay algo entre ellos, pero saben guardar muy bien su intimidad. Mejor, piensa el fotógrafo siempre, no vaya a ser que la cosa acabe a tiros y le pille a él en la tierra de nadie. Cuando estalló el nuevo conflicto saharui les faltó tiempo para llenar el depósito de la pick up que tenían alquilada, conseguir un salvoconducto para entrar en territorio de la República Saharaui —gestión brillante de Patricia, que había solicitado uno al gobierno argelino y éste los daba como churros a los periodistas para ayudar a visibilizar la causa de sus amigos polisarios— y poner rumbo a la frontera.
El primer destino fueron los campos de refugiados de Tinduf, aún en Argelia; ya había estado allí en ocasiones anteriores así que no abusó mucho de la hospitalidad de los saharuis
con su cámara. La noticia de que iban a cruzar la frontera se había extendido por todo el campo de Auserd —los refugiados llamaron a estos campamentos con los nombres de las ciudades reales del Sáhara— y eso hizo que fuesen aún más el centro de atención. La tarde antes de dejar el campo se les acercó un matrimonio anciano para hablarles de su pasado en el Sáhara, estaban especialmente interesados en que apareciera en el reportaje todo lo que ellos decían. «Tuvimos que dejar todo, nos dejaron como si nada, todo, ¿qué íbamos a hacer? Pues irnos, no éramos ni somos marroquíes», decía la mujer mientras les enseñaba sus antiguos DNI españoles —Ander les pidió quedárselos— «no nos importa, de poco nos sirven ya». Aquella pareja, junto con el resto de refugiados, se lamentaban de una forma seca, sin angustia, sin lágrimas. Aquello era pura nostalgia y resignación, la embestida de años de realidad sobre sus mentes. La realidad de un pueblo sin su tierra.
– III –
Ya se pierde de la vista el puesto fronterizo cuando el fotógrafo Ander saca de su macuto el mapa de la provincia de Tinduf. Dentro guarda un segundo mapa impreso en una cartulina, este muestra todo el territorio del Sáhara Occidental, una línea roja de tinta permanente señala la división entre el territorio controlado por la República Saharaui y el controlado por Marruecos. Es posible, piensa, que esa línea acabe cambiando en poco tiempo. Marca también con puntos azules los diferentes localidades y núcleos de población del territorio. Su principal objetivo en estos momentos es no separarse mucho de la frontera para asegurarse de que no entran en territorio ocupado por Marruecos —en esa zona la línea que separa una facción y otra es realmente fina— y llegar a la localidad de Tifariti al mediodía, donde podrán descansar. La idea de los tres españoles es cubrir el conflicto desde el territorio controlado por la República Saharui, el frente y el territorio ocupado por fuerzas marroquíes. Tarea difícil la que se les viene encima, pero se saben prácticamente los únicos periodistas con intención de cruzar el frente así que hay que darle candela mientras se pueda.
Tifariti es una pequeña localidad saharui de apenas 100 personas de forma estable. En los últimos años se ha convertido en un importante núcleo político para la República Saharui y ha visto crecidas sus infraestructuras con un hospital, una pista de aterrizaje y hasta una universidad. El baremo de dimensiones cambia mucho con respecto a la visión de los países más desarrollados; en el contexto del conflicto saharui, donde su territorio es prácticamente defendido kilómetro a kilómetro, Tifariti tiene la misma importancia que para Francia tendría Marsella o para España, Valencia.
En la entrada del pueblo ven apostados a un lado de la carretera varias piezas de artillería alineadas, todas tienen el cañón descubierto y miran hacia arriba. De forma maquinal, Ander levanta la vista siguiendo la trayectoria a la que dispararían; en el cielo ya azul apenas se percibe una ligera nube, sin enemigos aún. Aparcan en lo que parece la zona central de la localidad. Es, apenas, una plaza cuadrada rodeada de edificios bajos y blancos excepto uno con adornos de piedra. El fotógrafo se fija en el letrero que está encima de la puerta de ese edificio, «HOSPITAL NAVARRA – NAFARROA OSPITALEA», no puede evitar pensar divertido lo curioso de cómo el euskera había llegado tan abajo, en aquel lugar recóndito para la mayoría de la gente. Esa fue su primera fotografía.
Por la puerta de la única casa que tiene dos pisos salen a recibirles un par de personas. Una va vestida con ropa militar y la otra con una simple camisa, vaqueros y sandalias. Ambos son hombres, parecen conversar acaloradamente pues los dos bracean para acompañar sus palabras. Al acercarse al grupo de periodistas se callan; con cara de impaciencia el militar y con una sonrisa ensayada el civil, ambos ofrecen sus manos para ser estrechadas por los españoles a modo de saludo.
—Bienvenidos a la República Árabe Saharui Democrática —comienza a decir el militar de forma solemne, casi teatral. Ander se fija ahora en que lleva galones de mando cosidos a la guerrera, pero no sabe adivinar qué rango militar señalan— como comprenderán, desde que hemos entrado en guerra han aparecido varias personas como ustedes. Disculparán, por tanto, que el protocolo sea algo mecánico. Vienen con el aval del gobierno argelino por lo que mientras se encuentren en el territorio de la República gozarán de libertad para realizar su trabajo. Se les ha asignado un guía —vuelve la cara hacia el civil— así que todo cuanto necesiten trátenlo directamente con él.
Sin decir nada más, y como acordándose de repente que tiene mejores cosas de las que ocuparse, el militar vuelve sobre sus pasos y desaparece tras la puerta de la casa. Se han quedado solos con el civil, tiene el pelo corto y moreno, algo rizado, y al que ya se le adivinan dos grandes entradas que extienden hacia arriba su frente quemada por el sol. No lleva prenda de cabeza. Sigue permanente la sonrisa con la que los recibió, tiene una cara amigable.
—Mi amigo, que no me ha terminado de presentar, se ha olvidado de decir que me llamo Khalil. Un placer. Seré prácticamente su sombra durante el tiempo que estén aquí así que pueden considerarme como un compañero más —ligando no perdería el tiempo, piensan los tres al mismo tiempo— son ustedes los primeros españoles, han pasado periodistas argelinos, británicos, franceses, turcos, rusos y hasta noruegos. Para mí ha sido un honor saber que les acompañaría a ustedes…
—El placer es nuestro, Khalil —Julián interrumpe al saharaui casi con la humana misión de dejar que el otro respire— nuestra intención es llegar al frente e intentar cruzarlo para cubrir también el lado ocupado por Marruecos. No sé cómo lo ves…
El rostro del otro se ensombrece a cada palabra.
—Eso es imposible —responde ya sin la sonrisa— es un riesgo que os acerquéis al frente así que imaginad ya cruzar al territorio invadido. No se puede. De ninguna manera.
—Pero en principio no debería haber problema —intercede Patricia, pragmática— estamos perfectamente acreditados, simplemente cubriríamos lo que pase, da igual desde dónde. No tomamos parte en el conflicto, y tú con nosotros, tampoco. Estarías a salvo.
—Perdóneme —el rostro de Khalil ha pasado de amable a severo en el trascurso de la conversación— pero, aunque le suene a tópico, los saharauis hemos aprendido por la fuerza a no fiarnos de nadie y, como comprenderán, los españoles no están en los puestos más altos de fiabilidad para nosotros. Aún recuerdo cuando era pequeño cómo los soldados españoles corrían por El Aaiún con sus ejercicios de maniobras cantando sus canciones, sus «…si al caer en lucha fiera ven flotar victoriosa la Bandera ante esa visión postrera orgullosos morirán…» —canturrea la canción con un toque de burla en la cara—, ¿saben lo que ocurrió de verdad con esa bandera? ¿lo saben? Esa bandera tan sagrada fue arriada en el momento que el invasor marroquí puso un pie en nuestra tierra. Nos dejaron solos. Éramos ciudadanos españoles y nos dejaron solos, abandonados y sin darnos nada de lo que nos prometieron.
Al contrario que los refugiados de Tinduf, Khalil sí lo expresa con sentimientos definidos, con enfado, decepción y hasta un ligero rencor. Saben que lo que dice es cierto, y lo dice con la certeza de quien sabe que su herida aún sigue abierta. Que la injusticia sigue vigente sin que nadie rinda cuentas ni haga por solucionarlo. Es la voz visible de un pueblo que ha tenido que defenderse por sí mismo, un David contra un Goliat.
—Bueno, si no es posible… —se aventura Patricia.
—Iré donde ustedes quieran, no se preocupen —el saharaui ha adoptado ya una pose resignada— pero cuéntenlo. Cubran la guerra o lo que deseen desde donde deseen. Pero cuenten la tremenda injusticia que se hizo aquí, cuéntenla en España y en el resto de países para que sus gobiernos cobardes pongan al menos un ojo en lo que ocurre aquí. En lo que se nos debe, sobre todo en lo que se nos debe…
Parece querer decir algo más, pero se lo piensa mejor y traga para sí aquello que había estado a punto de escupir.
—Pueden pasar la noche en el hotel principal de la daira. Síganme.