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Un pueblo sin su tierra II

I –
El suelo volvió a temblar bajo sus pies. Era la decimoséptima vez que lo hacía en menos de una hora. A pesar de que el sol ya estaba bajo seguía haciendo un calor considerable, retenido tras demasiadas horas de infierno. Al fotógrafo le empezaba a sobrar el palestino que le cubría la cara, se lo había puesto para evitar que el polvo le molestase en exceso pero ahora le estaba jodiendo más tener la tela empapada de sudor. Se lo colocó rápidamente sobre el cuello con alivio. Pum. El suelo tiembla de repente por decimoctava vez al compás que la pieza de artillería que tenían a apenas veinte metros a la derecha se encabritaba sobre sus propios neumáticos. A lo lejos el proyectil levantó una nube de polvo tras su correspondiente fogonazo.

Se encontraban al pie del Muro marroquí, en el lado saharaui. La guerra ese día estaba
concentrada en atacar la base militar de Hauza, una base marroquí que servía como puesto de control en ese sector del muro. El bombardeo de artillería sobre la base había empezado a primera hora de la tarde y se preveía que concluyera al ponerse el sol, era el tiempo suficiente para realizar el mayor daño posible antes de que la aviación marroquí llegara en auxilio del puesto. La oscuridad dificultaría a los aviones atacar a los saharauis durante el repliegue. Era la estrategia que llevaban siguiendo desde la reanudación de la guerra; acercarse, golpear y replegarse. Como una abeja. Así habían conseguido atacar la mayor parte de bases y puestos de control marroquíes a lo largo del muro.

Ander, Patricia y Julián habían llegado acompañados por Khalil hacía un par de horas.
Mientras eran testigos del baile que hacían los soldados para municionar y disparar la pieza artillera en la que se habían situado, Khalil les contaba un poco la historia del muro.

—…se terminó en el 87, una auténtica vergüenza. Desde nuestro lado lo primero que te
encuentras es la línea de alambre de espino, el primer obstáculo —el saharaui hablaba mientras se quitaba con frecuencia sus redondas gafas con protección antiviento para quitar la arena que se le acumulaba— luego, tras el alambre, llegas a la zona minada, hay enterradas a lo largo del muro unas siete millones de minas antipersona; si consiguieras pasar las minas te encontrarías un pequeño foso donde hay semienterrada una línea de caballos de Frisia alambrados para evitar la incursión de algún vehículo; más allá de esto está el muro propiamente dicho, tres metros de hormigón, hierro y arena tras el que se esconde la infantería marroquí junto con carros de combate, nidos de ametralladoras y un sistema de radares.

Khalil les contaba todo esto mientras sostenía la vista en el muro, sin apartarla ni un
momento, como si fuese un enemigo al que es preciso tener vigilado por si se mueve mientras uno se descuida.

—Lo que no termino de comprender del todo es el hecho de que Marruecos construyera el muro en medio de un territorio que reclamaba por completo. ¿Para qué? —inquirió Julián, que no se había perdido una palabra de la lección de historia.

—Bueno, es sencillo. A principios de los ochenta la guerra entre el invasor marroquí y el Ejército de Liberación Popular se había estancado. Ninguna de las dos partes conseguía avances significativos y habían caído en un punto muerto. Como la guerra de trincheras en la que se estancó el frente occidental en la Primera Guerra Mundial. Algo así. Así que como Marruecos no podía seguir invadiendo, pero tampoco pensaba retirarse, construyeron este muro para asegurarse el botín que ya habían conseguido. «Muro de seguridad», según ellos; «Muro de la vergüenza», según cualquier persona con dos dedos de frente. Se quedaron con la parte más rica del Sáhara, las minas de minerales, los caladeros pesqueros… Pero recuperaremos nuestra tierra, toda ella, inshallah.

Tras esto, un silencio sepultó al grupo. Ninguno de los tres se atrevió a romperlo. Ander lanzó una mirada hacia el otro lado del muro, allí se insinuaba la parte de arriba de un par de edificios amarillos que componían la base militar. En uno de ellos ondeaba desafiante la bandera marroquí, en pie, rodeada de las columnas de humo que salían del complejo y que se intensificaban a medida que avanzaba el bombardeo saharui. Aquello le recordó a algunas entrevistas que había leído mientras descansaba en el hotel de Tifariti. Eran entrevistas que habían hecho unos periodistas británicos a algunos refugiados saharauis en Tinduf. Contaban como, tras la salida de España del Sáhara, se habían visto obligados a huir ante el avance militar de Marruecos y Mauritania. Un padre de familia entrevistado explicaba que, en el 76, cuando iban dentro de uno de los grupos de personas que huían hacia la frontera con Argelia varios
aviones de combate marroquíes hicieron caer napalm y fósforo blanco sobre ellos. Nunca fue capaz de llegar a sumar cuántas personas murieron en aquella masacre. «Y nunca nadie le ha pedido cuentas a Marruecos por este genocidio… Ni siquiera estas armas están permitidas», concluía.

Un estruendo les sacó a todos de sus pensamientos. Venía de la base militar, que ya no
existía. Había sido sustituida por una bola de fuego y polvo que se agrandaba a cada segundo. Todo pasó muy rápido. Lo último que escuchó el fotógrafo fue un lejano «¡cuerpo a tierra!».

– II –
Abrió los ojos. Demasiada luz. Parpadeó varias veces hasta que su pupila alcanzó el
diámetro adecuado para poder percibir las cosas con nitidez. Tenía la cara apoyada en la tierra pedregosa del suelo, se incorporó lentamente —no hubiese podido de otra forma aunque hubiese querido—. Aún no podía respirar bien. Se quitó el palestino del cuello y vio que estaba manchado de sangre, fresca aún. Se palpó con los dedos la parte derecha de la cara, tenía partida la ceja y la sangre le había empezado a caer por el lateral. Les habían dado un viejo casco M1 pero el peso del acero sumado al calor hicieron que lo rechazaran al momento, craso error. Se limpió el líquido caliente y pegajoso de los dedos frotando la mano por la arena. Miró alrededor;  salvo Julián, era el único que seguía en el suelo. Este tosía mientras Patricia lo ponía de costado,
ella tenía el pelo completamente cubierto de polvo. Fue hacia ellos —la explosión los había separado un poco— mientras miraba hacia el muro, el cambio había sido demencial. La zona del muro que había estado enfrente de ellos había desaparecido, un gran boquete irregular se había abierto en el suelo desde el propio muro hasta apenas unos treinta metros delante de ellos. Al otro lado del muro un amasijo de hierros ardiendo había sustituido a la base militar.

—¿Estáis bien? Joder, menudo petardazo. La madre que me parió. Creo que he perdido
el conocimiento durante un momento —gritó el fotógrafo sin darse cuenta, el pitido que tenía en el oído le había pasado inadvertido hasta ese momento.

—Creo yo también lo he perdido durante unos segundos. Vaya hostia. Este —señala
Patricia a Julián con la cabeza mientras lo sujeta para que permanezca de costado— creo que se ha tragado toda la arena del Sáhara. Fue el que gritó. ¿Sabes qué cojones ha pasado?

—Ni idea. Quédate aquí, voy a ver si encuentro a Khalil.

Vio al saharaui unos metros más allá, donde antes estaba emplazada la pieza de artillería —ahora descansaba partida en dos partes varios pasos más a la derecha—, estaba vendando el brazo de uno de los soldados que manejaba el aparato, nada grave a simple vista. Todo el grupo estaba sumido aún en un caos y el polvo, que aún se mantenía en el ambiente, no ayudaba precisamente a lo contrario.

—¿Qué ha pasado, Khalil? ¿Estás bien? —Ander había preguntado al civil pero respondió el militar.

—Creo que le hemos dado a algún depósito de combustible o gas de la base. Algún
revestimiento volaría por los aires con la explosión y disparó todo el viejo campo de minas. Todas las explosiones a la vez han tenido que concentrarse en una sola y han reventado toda la zona. La onda expansiva es lo que nos ha tirado por los aires a nosotros. Menos mal que estábamos lejos de las minas, a los marroquíes les habrá dado de lleno. Dios sabe manera.

Al soldado —tenía galones, debía de ser el jefe de la pieza— se le comenzaba a empapar
la venda del brazo de sangre. Estaban todos aturdidos, ninguno había previsto semejante explosión. Volvió a mirar hacia el lugar donde antes estaba el muro, pueden haber reventado perfectamente cien metros de éste, pensó el fotógrafo mientras recorría con la vista de punta a punta el boquete en la muralla de hormigón y hierro que dividía el desierto.

—Joder, pues si buscábamos una forma de cruzar y cubrir desde el otro lado se nos
acaba de poner a huevo —dijo Julián divertido; se les había acercado cojeando, parecía recuperado, aunque aún escupía alguna que otra flema de color marrón.

Ander le miró, la sonrisa de Julián desapareció en el acto. Luego miró a Patricia y otra
vez a Julián, esta vez con los ojos más abiertos. Éste le volvió a dirigir una ligera sonrisa.

—Se lo que están pensado —Khalil los había estado observando todo el tiempo— y
prometí acompañarles, pero apenas queda luz. Tampoco creo que haya otra oportunidad, el desconcierto entre los invasoresserviría para cruzar antes de que venga la aviación. Así que esto es lo que vamos a hacer, ayudaremos a los soldados a llegar a los vehículos para que puedan marcharse lo antes posible y nosotros cruzaremos a pie por el hueco. Más allá estaré tan perdido como ustedes, aviso. ¿Llevas en ese macuto alguna linterna? —preguntó mirando al fotógrafo.

Casi un cuarto de hora después, y cambiando la batería de su cámara como el soldado
que cambia el cargador de su fusil —ya había dado cuenta con su cámara de todo aquello—, las cuatro figuras oscuras cruzaron el muro y se confundieron con las llamas que aún ardían en lo que un día fue la base militar de Hauza.

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