Los cordones de las bambas comienzan a agitarse por el aire así que me arrodillo para atármelos. El asfalto tiembla con un ligero latido continuo. Al levantar la vista de nuevo me veo rodeado de gente, mucha gente. Parecen furiosos. Hay jóvenes, ancianos, hombres y mujeres. A unos pasos por delante de donde termina la multitud hay desplegadas una serie de personas, pero estas son diferentes, no se parecen a las que me rodean. Estas rodeadas de un ligero humo blanco, portan cascos y escudos, los levantan por delante de ellos formando una especie de muro. No se les ve la cara.
La gente que me rodea parece dirigirse a ellos con sus voces, les gritan de rabia, les lloran. Estos permanecen inmóviles, como árboles, hasta que una voz bronca brota de uno de ellos.
—¡Línea! —el eco hace repetir la palabra rompiendo el silencio varias veces— ¡avanzamos!
De repente, la columna de hombres tras los escudos comienza a acercarse a mí mientras nos taladran con el sonido de sus botas en el suelo caliente. Se acercan lentamente. Me vuelvo a meter entre la multitud en busca de refugio, de entre los escudos puedo ver el fogonazo breve y naranja de un arma al dispararse. Un ronquido grave y seco rompe el aire a apenas un palmo de mi oreja derecha y se pierde entre la multitud que está detrás. Buena señal, si lo escuchas quiere decir que no acabará alojado en tu cabeza, los que son para ti no los llegas a escuchar.
Comienzo a correr hacia atrás, huyendo. A contracorriente. La gente, sin embargo, ya ha comenzado a avanzar hacia las balas, alzan sus puños, sus pancartas y sus banderas. Sus escudos. Mientras retrocedo puedo ver cómo de repente aparecen un montón de pañuelos verdes, los levantan mujeres de todo tipo, de todas las edades. Gritan todas al unísono. La energía que brota de sus gargantas parece infinita. Paso entre ellas y sigo retrocediendo, el verde es sustituido por un color más oscuro, el del rostro de las personas que me rodean ahora. Levantan las palmas de sus manos mientras lo que sale de sus gargantas es un estertor agónico, como el que busca oxígeno sin encontrarlo, como el que es consciente de que se asfixia.
Sigo corriendo hacia atrás hasta que el sonido estridente de un par de cazas de combate me hace parar. Pasan muy bajos sobre mi cabeza y dejan tras de sí lenguas de fuego que surgen del suelo, a su paso. De repente, lo que me rodea es el infierno; gente pidiendo auxilio, muertos. Adelanto a un niño que va cojeando y lo observo. Tiene la ropa deshilachada, pero puedo distinguir los colores de su camiseta, los de la selección palestina de futbol. Aquel horror me hace seguir corriendo. No paro, huyo.
Veo rodearme de banderas multicolor reivindicando normalización, veo bastones levantados exigiendo una muerte digna, veo batas blancas reclamando que la sociedad les devuelva una parte de lo que dan, veo a unos hombres con la cara manchada y un pico a la espalda exigiendo dignidad, veo a unos jóvenes con el pecho descubierto siendo acribillados por los «pacos» mientras otros ocupan el lugar de los que caen…
Veo todo un mundo avanzando, gritando, luchando. Veo un mundo construyéndose. Veo un mundo que no se calla, que no se rinde. Veo un mundo que no permanece indiferente, que se rebela. Veo un mundo que, entre el ruido, mejora. Hasta que al ruido lo sustituya el más agradable de los silencios. Solo hasta entonces, estamos en guerra.