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Mirando al cielo

El eco de lo remoto amplía su recorrido hasta darnos de lleno en la cara, haciéndonos volver a una época casi extinta en nuestra memoria; a ese lugar al que cuesta llegar. Vemos entonces, por ese pequeño agujero abierto ante nosotros, una amalgama de imágenes que hemos distorsionado por mezclarlas con una idea de lo que fue la propia realidad. Y al extinguirse la visión para ser devueltos al presente, una sensación de nostalgia pura nos invade al pensar que tiempos pasados fueron mejores; que nosotros mismos éramos mejores o estábamos mejor. Pero… ¿Es acertada esta idea?

A medida que contamos años aprendemos algo nuevo, así como adquirimos nuevas habilidades que facilitan nuestro día a día en un mundo que trata de engullirnos. Evolucionamos. Nos adaptamos. No somos igual que ayer ni seremos como mañana. ¿Eso nos hace mejores? Cabe esperar que sí, aunque es evidente que en algunos casos es un hecho bastante alejado de esta afirmación, ya que no dejamos de ser una especie que se devora a sí misma con tal de tener un poco más que el vecino. Para algunos, pisar al compañero es lo normal si se pretende llegar a lo más alto del rascacielos que creen que terminarán heredando. Adáptate o muere, lema que empuñamos a diario incluso con las pequeñas acciones, aunque no queramos

Nos unimos ante la catástrofe, sí, pero en cuanto cesa el aprieto inicial, olvidamos pronto. Que cada perro se sacuda sus pulgas, dicen algunos con esa sonrisilla tan nuestra, tan del pícaro que recorre la sangre de todos tanto como lo hizo por las venas del lazarillo de Tormes. Cada uno busca llenar su saca sin importarle nada más.

Esto se hace más evidente cuando se viaja a esas zonas a la que ahora llaman España vacía, y que los autóctonos hemos rebautizado con un nombre más apropiado: España Vaciada. Y es que si a una zona, no sólo no le ofreces infraestructuras para su desarrollo, dejándola atrás respecto a otras, sino que, además, le quitas los recursos naturales sobre los que se sostiene su economía, la inhabitabilidad se vuelve una realidad que aplasta cualquier posibilidad de supervivencia tanto para quienes ya están, como para quienes quisieran estar. Evitando así que estos pedazos de tierra sean saciados de personas.

En la ventana al mundo que suponen las redes sociales no dejan de exponerse imágenes sobre el estado decadente en el que se encuentran los embalses extremeños en general y los siberianos en particular. El agua apenas llega a cubrir las marcas mínimas de medida, provocando que los peces, asfixiados, mueran sobre el mismo fango en el que se atollan las ovejas cuando van en busca de algo que beber. Donde antes había afamados concursos de pesca deportiva ahora no quedan más que los restos de muelles como testigos mudos de la desgracia que han vivido en sus maderos. La ribera, antaño verde y colmada de vida, ha dado paso a un desierto en el que apenas hay cabida para unos pocos matojos. Esto se ha convertido en un cenagal al que nadie quiere ir a ver morir su tiempo.

Y sí, la tierra nos devuelve los tesoros que fueron sumergidos por los pantanos al bajar las aguas; pero, con ellos, llega el alto precio a pagar por semejante tragedia, siendo los oriundos quienes costean los tejemanejes de quienes se ocultan tras una mesa de despacho para dar el privilegio de bañarse a unos mientras a otros les quita el agua del vaso; de llenar unos bolsillos a costa de vaciar unas bocas. Porque claro, a las eléctricas también hay que permitirlas que desangren nuestros embalses para que luego nos vendan la luz a precio de diamantes. La casta nunca pierde; ya lo hacemos nosotros.

Se le debería poner la cara colorá a quien permite que en una Reserva de la Biosfera estén muriendo especies animales y vegetales para beneficiar a empresas privadas o por mantener banderas azules. Nunca Caín y Abel tuvieron mejores representantes, ya que nunca nadie pisó a otro con el fin, más que de subir, de aplastarle.

Mientras que en algunas zonas dejan correr el agua, en La Siberia miramos al cielo, deseando que las nubes negras que vemos por la ventana dejen lluvias que puedan llenar los charcos llenos de cieno. Y nos deseamos los unos a los otros que el año venidero sea mejor; que haya más agua que atraiga a bañistas, turistas y pescadores, que vuelva la vida en las riberas que bañan nuestros ríos y embalses. Pero es al comprobar el nivel de los pantanos durante el nuevo verano cuando nos sobreviene la idea de que fueron mejores tiempos pasados. Ineptos nosotros por permitir que nos sigan vaciando los pantanos año tras años; de gente que ya no viene a dejarse los cuartos para evitar bañarse en el fango. O dejamos de mirar a nuestro cielo para hacer algo, o no quedará más que vaciar de este pedazo de tierra, ya desolado.

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