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Oídos sordos

Es evidente que hay voces que se alzan por encima de otras. Que son más escuchadas, incluso más apreciadas. Son como sonatas, melodiosas y atractivas; las preferidas a esos oídos que al escucharlas se abren como flores en primavera. Conformadas por las palabras necesarias y apropiadas, suelen asentarse bien en la razón de todos aquellos que se cruzan con ellas. Son como un bálsamo que despierta sonrisas y calma ambientes. Discursos que, sin lugar a dudas, siempre son bien recibidos al estar compuestos de todo cuanto es necesario para que los oídos a los que llegan se sientan regalados o, al menos, no perturbados.

Pero… ¿Qué ocurre con esas otras voces? ¿Con aquellas que quedan sepultadas bajo los halagos de un discurso que es aplaudido por mantenerse entre las finas líneas de lo políticamente correcto? Pues que siguen ahí, silenciadas, barridas bajo una alfombra tejida por una sociedad invadida por la ofensa infundada. En ese lugar donde se esconde todo cuanto se pretende que el vecino no vea porque resulta repulsivo y poco correcto; porque no se comprende y eso hace que resulte feo. Y lo feo asusta.

Quedando entonces esas voces en el ambiente, como el hilo musical de un centro comercial al que apenas se le presta atención, la vida puede transcurrir sin más inconveniente para quienes caminan de puntillas con tal de no ensuciarse los zapatos. Hasta que una de esas voces se convierte en un grito desgarrador antes de llegar a ser silencio. Y el mundo enmudece, clamando al cielo cuando ocurre esto. Se buscan motivos, se encuentran justificaciones y se exigen soluciones, pero tan sólo por un tiempo. El tiempo justo en el que el eco del grito queda atrapado entre los individuos que forman los muros de esta sociedad y que, una vez extinto, queda olvidado, enterrado entre el resto de voces que se oyen, pero no se escuchan.

Desde hace unos meses hemos venido escuchando una de esas voces alzarse, como otras tantas lo hicieron; gritar en un desesperado intento por llamar la atención de todos, por contarnos a todos la verdad que tenía lugar tras una sonrisa. Y hubo quien la tachó de teatrera primero y tarada después. Lo típico, ¿no? Porque lo normal es seguir susurrando o permanecer callado; hacer lo posible por pasar desapercibido. No decir ni hacer nada, no vaya a ser que alguien se moleste; dejarlo pasar hasta que el cuerpo aguante, si es que aguanta. Y sólo cuando se produce la ruptura del alma tenemos la capacidad de leer más allá de la excentricidad de los actos y las palabras. Entonces, a toro pasado, podemos opinar sin miedo a equivocarnos sobre la tragedia que nos sacude. Lo vemos todo con una claridad tan límpida que nos conmueve y a la par nos aterra. Todo, salvo nuestra propia hipocresía. Porque no tardamos en subirnos al carro de la compasión, al de las tendencias en redes sociales y los mensajes edulcorados con el fin de no quedar atrás en la pugna por mostrar en público un dolor efímero que sólo resurgirá cuando otra alma se quiebre y nos abandone previo abucheo.

Una vez todo pasa, es fácil encontrar culpables en el silencio y la inoperancia, así como en la dejadez o la lapidación mediática, para una enfermedad silenciosa a la que nosotros mismos amordazamos como sociedad porque nos avergüenza. Sí. No queremos tratar con esos miedos que amenazan con sacar a flote las verdades sobre lo que somos en realidad como individuos y sociedad. Preferimos vivir en un mundo inventado de colores y luces donde todo transcurre a conveniencia, sin ser conscientes de la basura que se oculta tras todo ello.

Y, mientras otros siguen clamando ayuda, nosotros continuamos ocultándolos bajos las apariencias y los mensajes vacíos. Dejando que sus palabras y actos se dispersen en ese hilo musical que nos acompaña y al que apenas prestamos atención salvo si es para la mofa.

Es cierto que prestar ayuda de forma directa a personas que escapan a nuestro alcance es complicado, pero a nuestro alrededor hay personas que nos piden a gritos, que no sabemos -y en ocasiones tampoco queremos- escuchar, un poco de ayuda. Sólo debemos prestar un poco más de atención a todo cuanto acontece más allá de nuestras narices para, quizá y con suerte, darnos cuenta de que alguien pide ser salvado. Y aunque en la mayoría de los casos no podamos hacer nada, muchas veces basta con escuchar, comprender, apoyar y acompañar. De ofrecer un hombro en el que llorar y una mano amiga a la que aferrarse. Del mismo modo, debemos exigir, no sólo cuando nos golpee la tragedia, sino cada día hasta que así sea, que se inviertan más recursos en la prevención de esta pandemia silenciosa en la que se ha convertido el suicidio.

3.941 personas se suicidaron en España durante el 2020. El primer paso es reconocerlo. Consigamos que esta cifra baje. Hagamos cuanto podamos para que los problemas de salud mental sean tan tenidos en cuenta como todos los demás. Sólo así conseguiremos una victoria importante en esta encarnizada guerra. Sólo así todos ganamos.

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