Siempre es una sensación vertiginosa esa de irse casa, empezar una vida lejos de la gente con la que has pasado toda tu vida, lejos de los amigos, la familia y sobre todo, muy pero que muy lejos de nuestra zona de confort. Cuando me vine a Cáceres para cumplir mi sueño de convertirme en escritora, jamás me imaginé que la vida me depararía tantas cosas buenas, que sería feliz viviendo en una residencia de estudiantes, que conocería a tanta gente maravillosa. Cuando llegué aquí, tenía miedo a quedarme sola, a no formar un grupo de amigos en el que me sintiera yo al cien por cien, a no encontrar a una persona a la que contarle mis miedos cotidianos, lo que había hecho en la universidad o incluso si me había gustado la cena; pero, queridos lectores, sí que encontré a un maravilloso grupo de amigos con el que compartir vida. A día de hoy, me doy cuenta de que las historias que nos contaban nuestros familiares o profesores sobre sus experiencias en la universidad también podían ocurrirme a mí… y poco a poco, a medida que han ido avanzando los meses y se ha ido pasando el curso como en un abrir y cerrar de ojos, he ido sabiendo que, en tan solo un curso, estoy viviendo vivencias que dentro de unos años compartiré con mis seres queridos, con mis alumnos, con los amigos que vaya haciendo a lo largo de la vida.
Los compañeros de residencia no son simples compañeros, pero no os equivoquéis, tampoco son simples amigos; a estas alturas de mi experiencia, os puedo decir que los compañeros de residencia son psicólogos a tiempo completo, son cuidadores, niñeros, profesores y payasos, todo al mismo tiempo. En mi residencia de estudiantes, tan solo hay quince habitaciones y tan solo una de ellas, a parte de la mía, está ocupada por una chica. Ella vive conmigo todo lo que no soy capaz de vivir sola, mira las notas de mis exámenes cuando a mí me da demasiado miedo hacerlo, ve películas tristes conmigo a pesar de que no lo hace con nadie más, me gana a las cartas de madrugada y es la persona que más cerca se encuentra de la demencia por ingesta de azúcar a causa de su obsesión por las gominolas. Una compañera de residencia es quizás mucho más que un compañero de residencia, porque las chicas nos entendemos entre nosotras, sabemos qué piensa la otra con tan solo una mirada cómplice, nos reímos de la nada si alguien ha soltado un comentario de algo sobre lo que hemos hablado nosotras antes. Al convivir con tantos chicos, esas pequeñas coincidencias que solo nosotras sentimos se intensifican y eso quizás es lo más bonito de haber conocido a una persona como ella.
En una residencia de estudiantes, nunca te sientes solo, toques la puerta que toques, siempre va a haber alguien dispuesto a darte un abrazo cuando más lo necesites. A veces, ni siquiera hace falta que toques la puerta, tan solo tienes que esperar, ellos van a tu habitación antes de que tú hayas abierto la puerta para irte a la suya. Los compañeros son amigos que acaban convirtiéndose en familia, una familia que te cuida y te apoya siempre, bajo cualquier circunstancia. Y siempre que pienso en este tema, me acuerdo de mi madre, esa mujer que tantas veces me contó sus experiencias, que me abrió su corazón contándome los momentos más duros de su vida fuera de su familia y de su casa… y pienso en ella porque fue la que me dijo en tantas videollamadas que ella se cambiaría por mí una y mil veces y porque fue la que me confesó que la época universitaria había sido la mejor época de su vida; yo solo quería tener momentos tan preciosos como los que tuvo ella… y por suerte, lo estoy consiguiendo.
Pasar tiempo con ellos es una de las cosas más preciosas del mundo, me encanta que nos juntemos sin ningún motivo aparente, que nos pongamos a jugar a las cartas y que tenga que subir la mujer que lleva nuestra residencia a reñirnos porque gritamos demasiado. Es agradable rodearse de gente con la que se tiene tanto en común. No sé qué tipo de personas estarán leyendo este escrito, pero espero que llegue a toda la gente que ha vivido sus años universitarios con ilusión y alegría y que, por ello, se puedan sentir identificados con mis aún inexpertas palabras sobre la joven vida universitaria.
Mucha gente se preguntará si esa vida universitaria tan famosa de hace dos años existe hoy en día con la situación que vivimos. Es algo complicado. Cuando comenzó el curso no había apenas restricciones por parte del gobierno; podíamos estar en la calle hasta altas horas de la madrugada, por supuesto sin sobrepasar el máximo número de personas permitido, podíamos disfrutar con algunos amigos simplemente charlando en la calle… pero ahora eso no puede pasar. El toque de queda establecido en Extremadura es a las diez de la noche, por lo que apenas podemos tener vida fuera de nuestros domicilios. Sin embargo, me gusta pensar que de todo lo malo que se puede sacar de esta situación, también podemos sacar cosas buenas y ciertamente bonitas.
Al no poder salir a la calle, las personas se unen más. En mi caso, me gusta tener que llegar a casa a las diez de la noche para poder disfrutar de una cena con mis padres y una película en la que todo el mundo acaba quedándose dormido excepto yo, cuando voy a mi pueblo los fines de semana. En mi residencia ocurre algo similar, el hecho de no poder salir de fiesta, de no poder emborracharse hasta tal punto de no ver ni el suelo que pisan es un tema que preocupa mucho a los adolescentes de hoy en día, pero a mí eso no me ocurre, nunca me ha gustado salir de fiesta, tampoco he bebido nunca y el toque de queda es una gran oportunidad para quedarnos en la residencia y poder disfrutar de eternas conversaciones llenas de sentimientos indescriptibles en las que nos conocemos cada vez mejor.
Abandonar mi casa para irme a una residencia de estudiantes ha sido una de las cosas más increíbles que me han podido pasar nunca, no solo por salir de mi zona de confort, que también ha sido un gran paso, sino porque he conocido a personas que sé con certeza que van a formar parte de mi futuro de una forma más o menos directa. Son personas con las que, como ya he dicho antes, se puede contar siempre, se puede hablar siempre. Y a pesar del miedo, del temor que tuve que enfrentar cuando vine a vivir aquí, no me arrepentiré nunca de haber elegido esta como mi vida universitaria. No dejéis nunca de tener mejores amigos, en cualquier parte a la que vayáis, de hacer amigos con los que compartir el tiempo, que es una de las cosas más valiosas que tenemos, con los que hacer el tonto corriendo por las calles, gritando en medio de la ciudad, comprando, cenando en un puesto callejero, haciendo fotocopias, estudiando para los exámenes finales, sacando dinero, haciendo recados… en definitiva, seguid teniendo amigos para que os mantengan con vida, para vivir con ansias de afrontar el nuevo día que venga y para que el peor día de vuestra vida se convierta en el más feliz de todos.
Muchas gracias por leer mis palabras, por sentirlas y por apreciarlas. Espero de corazón que las hayáis disfrutado. Siempre es un placer escribir para vosotros. ¡Nos vemos en el próximo escrito!