DOMINGO
—Esto ha sido un sueño, ¿verdad?
—Sí, lo siento.
—Supongo que me despertaré enseguida.
—Me temo que sí, la alarma de tu móvil sonará en diez segundos.
—Vaya…
—Adiós.
—Adiós.
Abrí los ojos. Mi móvil chillaba y vibraba en algún lado, cerca de donde yo estaba. Pero ¿dónde estaba yo? Esa era la primera cosa que tenía que resolver. Bueno, la segunda, antes necesito apagar ese maldito móvil. Lo encuentro tentando con mi mano derecha, buscando en la dirección desde donde proviene el estruendo. Instintivamente pulso en el lugar correcto de la pantalla y la alarma se evapora dejando un agradable silencio. Vamos con la segunda cosa de la lista, recorro con una ojeada rápida la habitación donde me encuentro. Claramente no es mía, no son los muebles que me puedo permitir con mi sueldo. Termino la ojeada en la mesita de noche blanca que se encuentra en el lado derecho de la cama, allí descansa el móvil sobre un pequeño libro algo ajado. «El laberinto del minotauro», reza la portada. Curioso.
Pegado en la puerta de la habitación había un pequeño post it fucsia donde una letra muy cursiva —seguramente escrita por una mano zurda— me invitaba amablemente a vestirme y a largarme de allí antes de que el hermano de la dueña de la habitación apareciera en escena. Nadie quería provocar esa incómoda situación; y yo, mucho menos. Una vez vestido echo un último vistazo a la habitación y me despido mentalmente de alguien a quien el alcohol de la pasada noche había hecho borrar el nombre de mi memoria. «Beber menos», escribí en el bloc de notas de mi móvil. Esta frase se sumó a las tres hermanas idénticas que se encontraban escritas por encima de ella.
Cruzo el portal del edificio y me sumerjo en la calle. Un sol cruel me ciega por un momento hasta que mis pupilas se acostumbran a la luz exterior. No reconozco el barrio, ¿tanto anduve? Me acerco al cruce más próximo para poder ver la placa que indica el nombre de la calle. Tampoco me suena. La introduzco en la aplicación de mapas. Joder, en la otra punta de la ciudad. Con la seguridad de quien sabe que no va a tener que andar poco hasta llegar a casa me mentalizo para asumir que este soleado día de domingo lo pasaré profundamente dormido en mi sofá. Bueno, unas pequeñas palmaditas en las piernas y a buscar la parada de urbano más cercana.
MIÉRCOLES
—Siempre tuviste razón.
—¿En qué?
—En todo.
—Vas a llegar tarde a la entrevista.
—¿Esto también es un sueño?
—Siempre lo es.
Abrí los ojos. Todo mi sistema neuronal apenas necesitó de un milisegundo de consciencia para informarme que había vuelto a apagar la alarma sin darme cuenta. Miro el reloj del móvil, las 10:39. Tenía apenas media hora para prepararme y llegar a la entrevista de trabajo que tenía concertada a las 11:15. Había decidido sacar partido, por fin, a mi título universitario. No tenía muchas esperanzas de encontrar un trabajo estable, tampoco había tenido muchas ganas en los últimos meses. Me había sumergido en un continuo bucle algo oscuro que me impedía realizar cualquier cosa que me realizara como persona. Las causas podían ser diversas, yo tenía claro la principal, pero me había acostumbrado a dejar de compartirla con las pocas personas que ya estaban dispuestas a escucharme porque se inclinaban por debatírmela. Y eso me cansaba. Pero también me cansaba la rutina, al menos el tipo de rutina de la que no acabo sacando provecho. Y aquel bucle acababa siendo ese tipo de rutina. Me había decidido a intentar salir, así sin más. Por puro aburrimiento. Como todo.
Pero no era fácil, al bucle le había gustado yo. Se resistía a dejarme marchar y peleaba duramente. Se volvía autodestructivo. Me había convertido en la legendaria Penélope, aquella que se pasaba el día tejiendo el sudario pero que al llegar la noche deshacía todo el trabajo para volver a empezar a la mañana siguiente. En mi caso, mi noche era el fin de semana. Todo lo que intentaba conseguir durante la semana lo deshacía al llegar el sábado entre alcohol, ansiedad, diversión forzada y culpabilidad.
Las once en punto. Voy por la acera esquivando personas que caminan más lento que yo. Tengo quince minutos para llegar a un lugar que está, teóricamente, a diez minutos. Eficiencia. Cinco minutos ganados al reloj son cinco minutos menos en el contador del estrés.
SÁBADO
Echo un rápido vistazo a mi reloj de pulsera. Las pequeñas agujas señalan las doce menos diez de la noche. El centelleo de las luces estroboscópicas de la discoteca me hace levantar la cabeza para no marearme. Los cuatro whiskys que llevo encima comienzan a pesar ya, la realidad de todo lo que me rodea comienza a difuminarse. Todo el movimiento de mi alrededor parece suavizarse, es muy satisfactorio. De repente un ataque de artificial euforia me cala las entrañas y pego un grito que queda ahogado en el mar acústico en el que estoy sumergido. Con el grito se va toda mi fuerza de voluntad, todo el camino que había recorrido por el laberinto me devolvía a la casilla de salida, a un callejón sin salida. Lo había intentado, de verdad, pero era demasiado fuerte. Siempre volvía a inundar mi mente, a recordar, a obligarme a realizar una salida en falso. Tocaba volver atrás, intentarlo de nuevo, no quedarme encerrado en el laberinto, intentar salir. Pero no aquella noche. Esta nueva noche de sábado ya me había vuelto a atrapar y yo, sumiso, me dejo hacer. Mañana tendría que volver a andar. Pero era problema de mañana…
—Lo intento.
—Aquí no tienes esos problemas.
—No soy el de ahí.
—Ni yo soy la real.
—Siempre tuviste razón.
—Lo sé.
LUNES
La vibración del móvil me saca del ensimismamiento. Dejo sobre el plato el tenedor cargado con un poco de risotto precocinado que no me había llegado a meter en la boca. Es un SMS de la empresa que me hizo la entrevista de trabajo la semana pasada, me habían cogido. Habían considerado que era el candidato que más se amoldaba a lo que estaban buscando. Yo. Lo que estaban buscando. Al final del mensaje venía un número de teléfono al que me pedían que llamara para concretar los detalles.
Con mano temblorosa marco el número y espero a que alguna voz corte la sucesión de pitidos que escucho a través del auricular. Me pedían que si podía empezar a trabajar esta misma semana pero que había un problema. Que es que el puesto era para cubrir horas del fin de semana. Que si seguía interesado. ¿Trabajar en fin de semana? Qué absurdo, pero si los fines de semana ya los tengo ocupados con… Sí. Acepto. Acepto sin dudarlo. Por fin se había presentado algo que taparía la principal entrada de agua que sumergía el barco. ¿Una salida? ¿O solo el comienzo de la salida? Sea lo que fuere, era algo.
DOMINGO, OCHO MESES MÁS TARDE
Había sido un día muy satisfactorio. Cansado, pero muy satisfactorio. Me meto entre las cálidas mantas de mi cama dispuesto a disfrutar de una larga noche de sueño de la que me despertaré sin el sonido de la molesta alarma. Adoro los lunes por eso. La almohada cede bajo el peso de mi cabeza. Llevaba más de medio año de una nueva etapa de mi vida. Por fin me sentía realizado, aquellos problemas que me perseguían parecían haberse ido evaporando conforme les daba la espalda. Conscientemente. Estaba siguiendo el hilo dorado que me guiaba fuera de aquel laberinto, huía de su centro, donde me aguardaba aquel viejo minotauro dispuesto a apresarme entre sus brazos. Me estaba reencontrando conmigo mismo, llenando la sombra en la que me había convertido con materia. Sólida, luminosa… Me sentía más ligero. Excepto los párpados, estos comenzaban a pesar más… y más…
—Cuánto tiempo.
—Sin duda.
—Eso es una buena señal.
—¿No verte?
—Refugiarte en la irrealidad.
—Te he llegado a comprender. Tarde, pero lo he hecho.
—Y eso te causó sufrimiento.
—Uno muy pesado.
—Pero me lo estás contando.
—Por primera vez, aunque sea aquí.
—Aquí y allí, lo mismo da.
—Soy mejor.
—Es la mejor redención. Cambia quien aprende, ser consciente solo es el punto de partida.
—Es tarde.
—Sí. Y no. Perdónate.
—Gracias.
—Adiós.
—Adiós.