Hoy estaba tomando café en un bar cuando en la televisión informaron de un suceso en el Estado de Nueva Orleans (EEUU) en el que un ciclista había recibido un disparo –parece de una escopeta de balines- mientras realizaba su entrenamiento.
Entre el debate sobre los derechos y la seguridad del ciclista, una persona alza la voz sobre todos para decir “eso ha sido un niñato”. ¡Vaya hombre! exclamo en mi interior. Otra vez, sin indicio alguno, se culpaba a una persona joven; como en tantas ocasiones he podido escuchar.
Justo después el programa emitió una pieza sobre la violencia en el fútbol, la cual, en la mayoría de los casos se asocian a “jóvenes radicales”. Me hizo pensar y reflexionar sobre el odio que se genera en muchos deportes, en particular el fútbol. Ya no hay hight light que muestren las jugadas más importantes de un partido, ahora los hay sobre las polémicas arbitrales, y lo que uno le pudo decir al otro; y venga a tirar de cámaras lentas para generar polémica en vez de explotar la fotografía del momento. Venga ingredientes para alimentar a un chiringuito en el que solo importa quién da la voz más alta o quien queda por encima del otro. Ya no importan los goles, importan los errores de los árbitros, los gritos, y la falta de educación a la que algunos quieren tildar de “pasión”.
Durante varios años he pertenecido a una escuela deportiva de fútbol, en la que he jugado y he colaborado activamente; me he hartado a jugar y ver partidos en categorías inferiores. En este sentido, cuando se debate sobre los insultos o la violencia en el fútbol hay que mirar más allá del hecho y de aquellos “jóvenes radicales” que curiosamente en la mayoría de los casos superan los 35 y 40 años.
Lo que pasa en los estadios de fútbol es lo que se ha cosechado durante los últimos años. En un partido de fútbol base es remotamente complicado ver a un niño o niña que llegue a jugar en la élite, pero el 90% sí que se convertirá en aficionado, y muchos, se pasarán las veces que puedan por los gradas para ver a su equipo. Esa grada en la que es habitual oír insultos de un adulto cuando tiene a un niño o niño a su lado. Sí, de un adulto.
Así las cosas, me pregunto ¿cómo se radicaliza un aficionado? Continuamente vemos en partidos de niños y niñas de 10 años a padres o madres gritar e insultar al árbitro, y cuestionar y criticar al entrenador porque no ha hecho lo que pensaba que tenía que hacer. Después descalificas al entrenador de tu hijo y encima le dices que le pegue una patada al contrario si no es capaz de quitarle la pelota. El otro padre lo escucha y se monta “la marimorena”. El partido de unos críos de diez años que solo quieren disfrutar pasa a un segundo plano.
Podríamos utilizar el comodín del político y decir eso de “son solo casos aislados”; sin embargo, ni son tan aislados ni tienen poca repercusión. Los propios padres son los peores, los he visto llegar a las manos con padres del equipo contrario, enzarzarse contra el entrenador de su progenitor e insultar constantemente a árbitro y rivales. ¿Qué imagen les estamos dando a los niños? Aquellos que en futuro ocuparán las gradas de un estadio. Ahora yo sí que recurro a esa frase “de aquellos polvos vienen estos lodos”.
Estamos banalizando el fútbol, que es el deporte que practican la mayoría de jóvenes de nuestro país. La culpa no está fuera, sino dentro; es cuestión de educación. Detrás de unos hechos hay un contexto, y detrás de la culpa no siempre hay joven. La solución la ponemos entre todos y no vale echar la culpa a los jóvenes, porque no es suya. Nos lo tenemos que hacer mirar.