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Susurros tras la puerta

Echar raíces fuera del tiesto siempre supone un desafío. No sólo debemos adaptarnos a un medio nuevo, desconocido, y que, en muchas ocasiones, nos causa un pavor tal que es capaz de paralizarnos, sino que, además, debemos lidiar con todos los inconvenientes que surgen en el día a día y que parecen gritarnos al oído que no estamos en el lugar que nos corresponde, en nuestro hogar. Esto ocasiona que, más de una vez, llueva sobre mojado; que añoremos volver a nuestro recordado, aunque odiado tiesto. Sin embargo, siempre terminamos autoconvenciéndonos de que volver sería peor que dar un paso atrás, y claro… el orgullo tiene la voz más alta que la razón.

Durante esos años en los que la rebeldía adolescente aún colea en un cuerpo casi adulto, a las grandes ciudades no les hace falta mucho más que su hermoso canto de sirena para que, junto a las necesidades que surgen de una mente inquieta que busca expandirse y crecer, muchos jóvenes se sientan -o se vean- en la obligación de volar del nido.

Otros no tan jóvenes también lo hacen, ya sea en busca de algo que creen que no van a encontrar en otro lugar o por una necesidad que bien puede apretar el cinturón, los zapatos o la cartera.

Con el inevitable transcurrir del tiempo, muchos de ellos descubren en estas grandes ciudades que es el lugar donde deben continuar su viaje para seguir creciendo, bien sea a nivel personal o profesional. Mientras tanto, otros muchos, pese a todo intento, llegan a comprender no sólo que no es su lugar, sino que quizá volver a la primera casilla, al lugar donde empezó todo, no sea tan mala idea después de todo.

Somos unos cuantos los que hemos decidido volver al dichoso tiesto, huyendo del ruido que se acumulaba en nuestras cabezas como lo hace el polvo en una casa abandonada, con el fin de encontrar en una zona rural la necesitada calma, así como el espacio que la pandemia nos ha mostrado que necesitamos para ser más felices, para poder vivir mejor. Y es que a muchos se nos ha hecho evidente que vivir en una caja de cerillas dentro de un hormiguero al que apenas llega el sol por una grieta, no es vivir, al menos, no es vivir de la forma más digna y sana. Tanto como no lo es que el poco tiempo libre que tenemos lo invirtamos en trayectos del punto A al punto B, o que nuestra vida social se limite a encuentros casuales en el típico bar de moda en el que te cobran a precio de oro un caldo de colorines con pseudofrutas congeladas. No. No es vivir limitarnos a ir de casa al trabajo para evitar endeudarnos demasiado y poder ir pagando las facturas, celebrando haber sobrevivido un mes más.

Es obvio que, al volver al pueblo, al convertirnos en repobladores de esa España que están vaciando y a la que están vacilando, muchos hemos llegado fortaleciendo lo que ya había, ofreciendo novedades e incluso creando servicios que antes no se podían ni imaginar en estas zonas rurales. Dado esto, por supuesto, también hemos venido solicitando a las administraciones de turno ciertos servicios como centros de salud mejor equipados, que arreglen las destrozadas y olvidadas carreteras nacionales y regionales, comunicaciones decentes con el resto de pueblos o ciudades, trenes dignos que no estén más veces averiados que en marcha, así como que no tengamos que recorrer cientos de kilómetros para hacer una simple gestión, entre otras cosas. Deben ser estas peticiones un lujo, ya que en muchos casos ni llegan ni se las espera, aunque sí lo hacen las falsas promesas en tiempos de llamar a las urnas al pueblo. Una lástima que sigamos estando tan ciegos a este respecto.

¡Qué difícil es encontrar un equilibrio entre vivir alejados del ruido y tener las necesidades básicas cubiertas! Parece que nos empujan a todos a vivir en los pequeños cubículos de unas colmenas saturadas de personas que, histéricas, gritan en silencio sus penas.

A pesar de todo, quienes asumimos esta insuficiencia en servicios esenciales, disfrutamos de algo tan necesario como la calma durante esos largos paseos en las tardes de primavera u otoño en la sierra junto a un río, de esa cercanía tan característica de las gentes que viven en las pequeñas poblaciones o de la inmediatez a la hora de disfrutar de cualquier tipo de ocio con la familia y los amigos. Esa tranquilidad que impera en una zona rural es única e inigualable, e incluso se nos antoja incorruptible; una costumbre o forma de vida tan arraigada que siempre permanecerá a pesar de la caída de las hojas del calendario. Y lo creemos de forma firme hasta que, un día, llega una noticia que sacude nuestras apacibles vidas, creando una división de opiniones y sentimientos que, en forma de murmullos, apenas logran traspasar las fronteras de nuestros propios hogares. No se trata de una posible ruptura de nuestros estilos de vida por la consecución de esos servicios básicos que tanto clamamos al cielo, sino por la posible llegada del sueño de un hombre que consiste en construir una ciudad inteligente de entretenimiento y ocio en medio de una comarca colmada de naturaleza.

Elysium City se presenta como una oportunidad para poner en el mapa a una comarca olvidada hasta por su propia comunidad autónoma, ofreciendo pan a las bocas hambrientas y prometiendo traer consigo parte de esos servicios esenciales. Al menos, eso es lo que el papel -que todo lo soporta- refleja en sus letras, llenando esto de ilusión a unos por esa posibilidad de ver cierta mejora en su vida al poder prosperar al fin su tierra bajo el paraguas de este proyecto, como de temor a otros por ver peligrar un estilo de vida más tranquilo que llevan tiempo buscando y, al fin, han alcanzado.

Todavía está por ver si llegará a fin todo este macroproyecto. Quizá no quede más que en papel mojado y el vídeo de una maqueta 3D de todo el complejo para alivio de algunos al no ver perjudicados sus estilos de vida; o se convierta en la oportunidad para que otros puedan volver y muchos prosperen en su propia tierra. Y es que lo que las voces callan, lo hablan los rostros de ilusión o de decepción al sacar el tema. Aunque si algo es evidente es que todos remamos en la misma dirección para que mejore nuestra tierra, nuestras vidas, y que así nadie se tenga que ir por obligación, pudiendo quedarse aquí si así lo desean.

Por la parte de este humilde escritor, sólo espero poder echar raíces en mi tiesto y expandirlas sin límites; crecer frondoso y alto para que mi simiente esté protegida y prospere a mi cobijo. Comprobar, con el paso del tiempo, cómo esta comarca recibe todo cuanto merece por parte de quienes manda para que más gentes sean atraídas a llenar sus calles de vida y disfruten de este pedacito de paraíso con el que hemos sido premiados en este rincón de Extremadura llamado La Siberia.

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