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No hay palabras

El diccionario español está compuesto por 88.000 palabras, eso sin contar de lo más de 70.000 americanismos disponibles; y sin embargo hemos necesitado recurrir a palabras como inefable, indescriptible, inenarrable o inexpresable. Y es que por muchos libros que se hayan escrito, tantas canciones que se hayan escuchado e incontables gestos que se hayan inventado, jamás hemos podido expresar toda la esencia del ser humano. Tenemos un libro repleto de definiciones y no somos capaces de comprender siquiera los más sencillos términos cuando nos desbordan las emociones.

Quizás el lenguaje es muchos más impreciso de lo que desearíamos admitir, y digo yo que tal vez, y sólo tal vez, eso aumente que sea hermoso porque dicha imprecisión es la que nos invita a pensar, sacar conclusiones, apartarlas y empezar de nuevo una y otra vez hasta que no sepamos nada, o eso concluyó Sócrates.

Pongamos un ejemplo: ¿qué es un humano? Según el diccionario es un ser vivo del grupo animales mamíferos del orden de los primates con la capacidad de razonar, hablar y fabricar objetos que son útiles. Según la religión cristiana es un ser creado por Dios a su imagen y semejanza compuesto por un cuerpo orgánico y un alma racional; teoría similar a la de Platón, filósofo griego. El filósofo empirista John Locke se planteó si el humano no es más que un animal en funcionamiento o si somos un continuo consciente sobre nosotros mismos, es decir el conjunto de nuestros recuerdos.

Si algo de esto es real o no, no será algo que descubramos hoy pero quizás sí podamos recordar; porque si alguna de estas afirmaciones es común a puntos de vista tan discutidos en la historia como son la ciencia y la religión, es el hecho de que los recuerdos forman parte del ser humano.

Tanto que hay memorias imposibles de olvidar. Parece una locura que al pensar en esa niña pequeña que saltaba por calles irregulares colgada de una mano grande, fuerte y siempre cálida pueda volver a mi mente con tanta claridad, como si no hubiese pasado ni un minuto. No es posible que me sienta tan feliz al pensar en esas noches en que perseguía a mi abuelo por el pasillo mientras hacía gimnasia, o aquella vez que se hizo una herida y tan asustada como emocionada se me metió en la cabeza que tenía que curarle y cuidarle.

Abuelo, ¿recuerdas cuando me mordías las mejillas? ¿Y qué me dices de aquél huevo que cayó sobre el tractor verde en que me llevabas? Creo que no tiene precio el recuerdo de la primera vez que me dejaron conducir, aunque todo fuese falso porque no tenía más de cuatro años; lo que no es falso es la imagen grabada a fuego en mi mente de las vistas al campo sobre tu regazo.

¿Que cómo se sentía? Pensaba haber dejado claro que no siempre existen palabras adecuadas. No se puede expresar lo que es escucharte quejarte por lo loca que me iba a volver al pasar tantas horas leyendo- ¡Vas a acabar como Don Quijote!- decías.

A lo mejor es cierto que esos recuerdos son parte de mí, que tú eres una parte de mí. Tú, que te has ganado que le diga al mundo que eres más que mi abuelo, que eres mi padre. Y eso puedo demostrarlo en hechos como que cada vez que te ríes tengo que girarme para que no puedas ver que se me escapa alguna lágrima de emoción, porque sé que nunca te ha gustado ver a nadie llorar.

Un milagro de ojos verdes de 1943, todo un regalo de reyes en un cinco de enero de un año lleno de historias para no contar, en el que destaca el nacimiento de un hombre que un día me arropó en las noches frías. Inefable. Indescriptible. Inenarrable. Inexpresable.

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