Si, ya sé que hemos tenido esta conversación miles de veces, ¿o debería decir monólogo? Nunca contestas. Pero no importa las veces que haga falta repetirlo porque si algo tengo claro es que somos humanos, y el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. A veces me pregunto el por qué. ¿Por qué somos así? Tan espabilados para unas cosas, tan simples para todo lo demás, tan inútiles para mirar un poco más allá. Es como estar frente a un enorme ventanal y no poder ver ese hermoso paisaje por conformarte con tu propio reflejo, ese con el que dices nunca estar de acuerdo, pero luego siempre idolatras con rituales que consumen tu preciado tiempo y actos en los que nunca llegarás a creer.
¿Y si nos diesen a elegir qué término nos definiría? ¿Bajo el peso de qué etiqueta podríamos vivir? Unos hipócritas de manual, unos yonkis de la mentira o nada más que unos cobardes. ¿Que por qué cobardes? No finjas que no lo sabes, tú también lo has sentido, ¿o acaso me equivoco? El terror al bochorno, a sentir vergüenza, a no ser uno más de esos a los que tanto criticabas en los debates de clase, porque ah… ¡qué fácil es verlo todo desde fuera cuando no tienes tu propio ego delante de las narices suplicándote que inventes rápido una excusa medio creíble que te exima de todos esos pecados que no quieres admitir!
Aunque poco importa eso en realidad, si desesperados por encajar en este mundo de independencia y apariencias nos obligamos a escondernos con la ayuda de esas leyes no escritas con las que nadie está de acuerdo. Forjando una máscara que acaba siendo más real que la piel blanquecina, olvidada por el sol y por el aire, cuyos poros no respiran y que se lamenta por la suavidad perdida.
Pero basta ya de críticas, ¿sabes que te digo? ¡Que qué bonito es el amor! ¡¿Cómo?! Oh no, no, no, no te atrevas a mirarme con esa cara, no me mires como una loca cuando, al fin y al cabo, no soy yo la que se queja, haciendo oídos sordos a cualquier solución por puro temor al cambio. Tú sólo te dedicas a quedarte ahí sin hacer nada, mirándome como si hubiese perdido la cabeza mientras sólo trato de dar alternativas al trágico final. Y esa respuesta que tanto necesitas no es más que el amor.
¿Pero cómo que a qué me refiero? ¿Es que nunca me escuchas? El amor, ¡el amor! Esa es la respuesta. No existe ni una sola pregunta en este mundo cuya respuesta final no sea amor y si… que ya me conozco tu escepticismo de manual y tus pocas ganas de abrirte a esta vieja con cuerpo de niña. Tan incrédulos todos ante las voces que se alzan, pero tan conformistas con esa realidad impuesta que con tanto odio respaldamos.
Sólo necesitas mirar un poco más allá para ver que el motivo de esa pregunta es un acto de amor puro, el amor de quien creó a esa persona y la necesidad que te desgarra por dentro cuando no la dejas salir, esa a la que llamamos curiosidad, esa pasión por la vida que nos hace querer entenderlo y, sobre todo, ese amor a uno mismo. Sí, eso es lo que te ha traído hasta aquí, a aguantar este monólogo una vez más, a pesar de que nunca me respondes, y tampoco te quedas satisfecho.
¿Qué tienes más allá del cariño a la vida, el deseo de más y todas esas muestras de querer por el propio yo? ¿Serías capaz de luchar en esta selva llena de mentiras, máscaras y prisiones de papel? Levantarte cada mañana, preguntarte quién eres, por qué de cada acto, el motivo de la vida. Si no nos amamos, ¿por qué sobrevivir? ¿Por qué preguntar? ¿Por qué leer una línea más de todo este texto sin sentido que no llega a tener una forma coherente en tu cabeza? ¿La respuesta? ¿Quieres la respuesta? Shh… escucha atentamente; el amor.