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El enemigo al que no puedo derrotar

Temblor, todo se agita a tu alrededor, buscas inútilmente en la oscuridad total una explicación a lo que está sucediendo. ¿Qué ha pasado? ¿cuándo ha pasado? ¿por qué ha pasado?… Entre toda la agitación un ligero silbido se va haciendo progresivamente más y más agudo. «¿Está en tu cabeza? No lo sé, ¿qué más da?» Ya es insoportable. Silencio…

Abres los ojos, tus pupilas aún no se han adaptado a la nueva luz y te ciegas, ciérralos y vuélvelos a abrir, a ver qué tal. Mucho mejor. Estás tendido en el suelo, en un suelo sorprendentemente cómodo, «¿es barro? Parece barro, desde luego es el barro más cómodo en el que me he tumbado». Te alzas en pie, no sin dificultades, «creo que echaré de menos ese barro». Miras a tu alrededor, enseguida te das cuenta de que no tienes mucho a donde mirar, dos especies de «¿muros?» negros que se elevan de una forma extrañamente infinita flanquean un pasillo interminable a ambos lados en el que tú estás en medio. Levantas la vista, puedes ver un cielo invernal, de un gris claro nostálgico, donde unas nubes que se van desplazando lentamente parecen ocultar un sol que ahora pilla lejos. El silencio es casi opresivo, solo tu respiración corta la tranquilidad de aquel lugar, el único sonido que se produzca allí vendrá de ti. A ambos lados del pasillo solo se puede apreciar una ligera niebla que oculta el resto del corredor.

Comienzas a andar en una de las dos direcciones, te es indiferente. Estás descalzo, te es indiferente. Pareces cogerle gusto a la indiferencia. Andas, andas, vas disipando la niebla que te encuentras y la vas volviendo a crear a tu espalda. El largo pasillo, que parecía no tener fin, termina de forma abrupta con una pared exacta a las de izquierda y derecha, pero esta se encuentra en el medio obstruyendo el paso. «¿Acaso estoy en un callejón sin salida? Tendría que haber ido por el otro lado». Te acercas cauteloso, simplemente para descubrir que esta nueva pared no obstruye nada, solo forma el límite derecho de un nuevo pasillo que se extiende a la izquierda. Una esquina exacta de noventa grados, «¿qué es aquello? ¿una especie de laberinto?».

Corres, corres, una esquina a la izquierda, otra, una a la derecha… te detienes. Entre intentos de respiraciones profundas ves algo en el suelo embarrado, como una especie de silueta humana, alguien que había estado tumbado ahí… más allá unas huellas de pies se pierden entre la niebla. Miras atrás, las mismas huellas que has ido dejando. Estás en el mismo sitio de antes, como si no hubiese ocurrido nada salvo haber gastado energía. No tienes salida, estás paradójicamente encerrado en un camino infinito. Escuchas, el omnipresente mismo silencio, como si fuese un actor más de todo aquello, cómplice, observándote en su quietud. Te apoyas en un lateral, algo parece romper ese silencio, algo que no está ahí contigo, parece venir desde el otro lado del muro. Pegas la oreja y te concentras, «¿gente hablando? ¿risas?», escuchas extrañado todo aquel jaleo que llega de la misma forma que llega el sonido del televisor ligeramente alto de algún vecino. ¿Cómo es posible que exista ese lugar tan inactivo cuando en algún sitio cercano tras esas malditas paredes se halla todo ese ruido tan feliz?

Aunque no te termine de gustar que ese sonido rompa la paz que crees tener en aquella curiosa cárcel, extrañamente sigues escuchando. «¿Por qué no?». Aprietas los puños, quieres salir, cierras los ojos y te imaginas atravesando ese muro como si fuese de plastilina, tan fácil como empujar, empujar, empujar… El muro no se mueve ni un ápice, permanece inalterable, sereno, sólido.

Entre el sonido general de voces escuchas tu nombre, «¿me lo he imaginado? Seguro que sí, no puede ser, ¿cómo va a ser?». Vuelves a escucharlo, abres los ojos, suena demasiado real como para imaginárselo. Otra vez, esta vez algo más alto, aún así no puedes reconocer si es voz de hombre o de mujer. Simplemente es alguien, alguien que sabe tu nombre, alguien que sabe articularlo para producir sus sílabas con sus cuerdas vocales, alguien que entre el ruido te llama a ti, a ti, que estás encerrado en ese silencio.

La voz se aleja por el pasillo, con la oreja pegada al muro para no perderla vas detrás de ella, tu nombre una y otra vez, como un guía, «¿un guía? ¿hacia dónde? ¿me quiere rescatar?». Corres, corres, tanteando la pared, siguiendo esa voz, tu nombre, cada vez más alto, más intenso, más cerca, corres, corres… el muro se resquebraja entre tus dedos y tú, que tenías todo el peso apoyado en él, caes hacia una luz intensa.

«Espera, escucho algo, ¿la marea?». Estás tumbado, parpadeas, la intensa luz disminuye hasta quedarse en un círculo en el cielo, te es familiar. El sol no parece ser diferente desde la última vez que lo viste. Algo frío te moja en todo el lado derecho del cuerpo y te incorporas, estabas tumbado en la orilla de una playa. «Yo he estado muchas veces en esta playa». Un imponente cielo azul ilumina todo el paisaje y algunas gaviotas parecen preguntarse mediante graznidos quién es este extraño que ha aparecido de repente. Algo desorientado, miras alrededor, aquella voz ha desaparecido, pero sigues sintiendo su presencia. Está allí, contigo, esperándote, a lo lejos, en la orilla, de pie, no distingues del todo su figura, pero sabes que te está mirando. Parece orgullosa, sonríe, extiende sus brazos. Caminas, caminas, sin ninguna prisa, con seguridad, sabes que no se va a ir, que está ahí por ti, porque ha querido estar.

Llegas, has salido. Enhorabuena.

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