Esta mañana, como todas las mañanas, he estado recogiendo la casa, ordenando y limpiando los juguetes de mis hijas hasta que algo ha llamado mi atención: tres muñecas de mi hija con sus mascarillas y sus manos goteando gel hidroalcohólico. Cuando le he preguntado a ella la razón de semejante estampa, su respuesta ha sido clara: «Están preparadas para salir, mami».
Mi hija mayor tiene tres años y medio, en cualquier otra época, si hubiera visto a una muñeca con estos complementos, habría pensado que eran cirujanas o enfermeras; pero no, nada más lejos de la realidad, simplemente estaban preparadas para salir.
Mi niña, como el resto de niños de su edad, proyecta su realidad en sus juegos y en sus muñecos y, aunque para nosotros la época de pandemia lleva un año, para ella lleva casi un tercio de su vida y lo tiene todo totalmente normalizado. El hecho de que una niña tenga estos hábitos normalizados me tranquiliza por una parte, pues los hábitos de protección e higiene nunca están de más; y me asusta por otra, pues no sabemos qué secuelas psíquicas dejará todo esto en nuestros pequeños.
Pero debo de reconocer que hay algo que me preocupa mucho más que todo esto: me aterra pensar en qué cosas hemos normalizado los mayores y en qué es para nosotros rutina. Estamos tan acostumbrados a escuchar números de infectados y muertos, que parece que estamos en una guerra; los muertos dejaron de ser personas hace mucho para convertirse en números y estadísticas con las que hacer política y abrir telediarios o programas matutinos. Ya solo despertamos de nuestro aletargo cuando muere alguien cercano, es ahí cuando reaccionamos y volvemos al miedo que teníamos en marzo, a la desesperación de abril o a la incertidumbre de septiembre; pero mientras, las muertes son simple rutina, desgraciadamente.
Otra rutina a la que nos hemos acostumbrado es a ver puertas que cierran, pequeños negocios familiares que llevaban en nuestro pueblo toda la vida desde que tenemos recuerdos y han tenido que cerrar. Nos hemos acostumbrado a ver a gente pidiendo en la calle, colas en los bancos de alimentos y personas rebuscando en un contenedor.
En definitiva, nos hemos acostumbrado a la pandemia y a la crisis, a los debates sobre qué es más importante, si salud o economía; olvidando, quizás, que una cosas lleva a la otra de la mano. Nos hemos acostumbrado a buscar culpables, unas veces los políticos y otras los que están en la calle, o a los que han estado. Y yo solo me paro a recordar aquella época de balcones y aplausos donde decíamos que todo iba a salir bien y que íbamos a salir reforzados, una idea que cada vez está más lejana.
No sabemos cuándo saldremos de esta situación y cómo nos dejará, tanto a nivel emocional, como económico o sanitario; pero está claro que solo nos queda poner todas nuestras esperanzas en una única cosa: la vacuna. Quizás no sea la mejor, quizás sea susceptible de mejoras, pero al menos para mi salud mental, la vacuna significa un objetivo, un punto y aparte (aunque no un punto y final) y una opción para dejar atrás la rutina de los contagios, los ingresos, las muertes, los cierres de negocios, el hambre, la pobreza, la pena, el miedo, la soledad, los encierros y las mascarillas. Porque lo que ahora es rutina debe ser más pronto que tarde, pasado.