Puestos a robar, mejor robar recetas que tumbas. No deja de ser un robo, pero tiene perdón de Dios. O no. Tal vez. En esto no se pone de acuerdo la doctrina gastronómica. Ni siquiera la jurisprudencia culinaria. Donde haya dos comensales habrá dos opiniones.
Sea como fuere, conocida es la afición inglesa a la rapiña. Corsarios, bucaneros y desvalijadores de toda laya tienen gran reconocimiento y hasta incluso estatuas propias en la simpática Albión. De Sir Francis Drake a Howard Carter, pasando por el propio Duque de Wellington. El inglés practica el expolio con singular tendencia al heroísmo.
Robar recetas no es robar el peñón de Gibraltar, claro, pero también es arte para el que hay que valer. Los gabachos robaron el recetario de Alcántara, pero a lo pobre. Es de agradecer que citaran la fuente. Perdices al modo Alcántara. Implica cierto respeto y en el fondo una dulce y contrita petición de perdón por el mal causado. Sin embargo cuando los ingleses robaron el “fillet de boeuf en croute”, se empeñaron en ocultar las circunstancias del expolio y nada sabe del perdón que nunca se pidió.
Dicen que uno de los cocineros del Emperador dobló la rodilla en Waterloo. Así que acabó cocinando para el Duque de Hierro, al que deslumbró. Inglaterra, acostumbrada a carnes secas y desabridas, descubrió, una vez más, y van ciento, la magia de los fogones franceses. Uno de esos platos cautivos fue un solomillo al horno en camisa de vegetales, trufa y hojaldre, llamado “fillet de boeuf en croute”. Y como la historia la escribe el vencedor, desde entonces tan soberbia creación pasó a llamarse solomillo Wellington. Sin vergüenza. Sinvergüenza. Lo que ustedes prefieran. Aficionado a la buena mesa, viajero inquieto, dicen, que Wellington lo prefería con menos verdura, más trufa, paté, setas y vino de Madeira. Duque, viejo narigudo, “old nosey” de todas las batallas, ¡que te aproveche el solomillo! Otro día les cuento cómo, además de quedarse con el cocinero de Napoleón, también le birló la amante. ¡God save the queen!
Todo esto me recuerda, con perdón, un campamento de aquellos de lona y luceros, donde un capellán de dientes retorcidos, gaditano por simpatía, bendecía la mesa con estas palabras que retumban aún en mi como una antigua maldición bíblica: “Señor, bendice los alimentos que vamos a tomar y devuélvenos el peñón de Gibraltar”.