Salinger recibió una llamada. En la radio sonaba a todo trapo “Peppermint Twist”. Pierre Salinger tiraba a gordito. Medio francés, “bon vivant” y Secretario de Prensa del presidente Kennedy. Cuando colgó sabía ya perfectamente lo que tenía que hacer. Él, que siempre sonreía, por un momento dejó de hacerlo. Todo un tanto gris. Como si fuera el comienzo de una novela negra a medio camino entre Hammett y Chandler.
Habían pasado solo unos meses desde lo de Playa Girón. John Fitzgerald Kennedy seguía fumando habanos. H. Upmann Petit Coronas. Aquel 6 de febrero de 1962 el presidente tenía sobre su mesa de trabajo el decreto que iba a imponer el embargo comercial más absoluto contra Cuba. Solo faltaba su firma. Cogió la pluma pero, cuando ya acariciaba el papel, quedó por un momento pensativo. Como por encantamiento se le pasaron por la sesera sus H. Upmann y dudó. Echó un vistazo a su humidor. Se sentó en un sillón. Reflexionó. “¿Dónde está Salinger? Esto lo resuelve Salinger”. Al fin y al cabo era su hombre de confianza. Y llamó. “Urgente. Necesito mil H. Upmann para hoy. Como sea”
El Petit Corona de H Upmann es en realidad una mareva. Tiene su gracia pero paradójicamente el verdadero petit corona de H. Upmann se comercializa como Regalía. Cosas que pasan. Otro día les hablo de la diferencia entre vitolas de galera y vitolas de salida. Baste por ahora saber que los habanos que fumaba Kennedy venían a ser algo así como un Número 4 de Montecristo. Cigarros soberbios hechos a mano con tripa larga escogida entre las mejores hojas de Pinar del Río. Elegantes, tranquilos. Un cuerpo bien armado que regala fumadas de en torno a cuarenta y cinco minutos. El cepo más vendido de la historia, el 42. Fortaleza media tirando a suave, algo picante, algo dulzón y muy parejo en sus tres tercios. Clásicos.
Salinger recorrió las calles de la capital hasta que no quedó en Washington uno a la venta. Logró reunir cuatro docenas de cajas. Ahora sí. Amanecía el siete de febrero, ahora sí que podía rubricar el decreto de embargo. Tras firmar cogió uno de aquellos habanos, se lo acercó a la nariz, lo olió con delectación, lo sobó como queriendo untarse los dedos con el aceite de su capa y, satisfecho, lo encendió con mimo. Ahora sí.