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Fernando Valbuena

La Cuchara de San Andrés

ELEFANTES EN FILETES

 

 

Les hablaba la semana pasada de ratas. Pero la hambruna que acompañó al asedio de París durante la guerra franco-prusiana tuvo otros suculentos episodios. Pero el paroxismo gourmet vendría de la mano del mítico Hotel Voisin. Esta es la historia de Cástor y Pólux. No los hijos de Leda. No. Cástor y Pólux, elefantes del zoo. Ajenos a todo tiroteo, muertos en trágico combate.

Los sibaritas franceses nunca duermen. Ni siquiera en la ciudad asediada. Así que se fueron al Jardín de Plantas. O sea, al zoo. Y les dieron matarile. A los elefantes, claro. A Cástor primero. Pólux no vivió para contarlo. Los fusilaron. “Carne de fantasía”, anunciaba con verbo rimado un cartel en el escaparate del carnicero. Uno tras otro, les fueron abriendo el pecho a sus vecinos de jaula.

El 25 de diciembre de 1870, Navidad, el Hotel Voisin ofreció uno de los más peripatéticos banquetes de los que la Humanidad tiene noticia. En el menú brillaban platos tan sorprendentes como la cabeza de asno rellena, el consomé de elefante, el camello asado a la inglesa, el canguro encebollado, el antílope con trufas, las costillas de oso asadas, el guiso de lobo o le chat flanqué de rats. Eso sí, de postre, un modestísimo, en comparación con todo lo anterior, queso gruyere. Francés, pero modesto. Café, licores y jerez.

La carne de elefante tuvo tal éxito de crítica y comensales que en pocas horas se agotó. Monsieur Bellanguer, el mandamás del Voisin, tiró de la carne de caballo que tenía a mano para que el chef Choron le metiera salsa sin miramientos. Nadie sospechó el engaño. Y brindaron con armagnac mientras la artillería de los boches seguía batiendo la Ville Lumiere a ritmo de vals.

Pero esta historia tiene un lado oscuro. Nadie pagó por las carnes del hipopótamo. Alguien dijo que eran venenosas. El carnicero las tuvo que repartir entre muertos de hambre. Nadie baila cancán bajo los puentes del Sena… Los sibaritas son siempre caprichosos. Y crédulos. Me pregunto qué mal pudo hacer el buen hipopótamo para recibir tan cruel desprecio. Tan bello, el hipopótamo lloró después de muerto. Mas no fue inútil su muerte.

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Sobre el autor

"Todo comienza con un chorreón de aceite al que se añaden unos ajitos. Sempiternas primeras palabras de los recetarios ibéricos, génesis indubitada del arte culinario nacional. Quiso Dios poner en cada cocina un clavo para que de él colgaran las ristras de ajos. Ristras soberanas de las viejas, de las muy nobles y muy invictas cocinas españolas. Alma y fundamento de asados, fritangas y guisotes. ¿Qué sería de España sin sus ajos? ¡Soberbios fogones patrios! ¡Alabados seáis!"


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