Llovía al llegar a Hervás. Iba calle arriba buscando la hospedería. La plaza y la fuente. España, pensó, está hecha a partes iguales de plazas y de fuentes. Por un momento recordó. Treinta años atrás. Por un momento le lució el sol en la frente. “Bajo el palio de la luz crepuscular…”. No hay en Hervás mares que mirar. Preguntó a un muchacho por dónde y sintió no poder preguntarle por qué. Todo en Hervás tiene un cierto aire salmantino. Se le atragantaron en la memoria Baños de Montemayor, La Alberca y una novia que tuvo hará ya más de treinta años. La Hospedería de Hervás está construida sobre el mar. O al menos eso pensó al cruzar el patio bajo la lluvia. El viejo convento trinitario está al final del camino, como si llegar a él fuera peregrinar. Más allá, solo la boca oscura de la montaña. ¿Quién sabe si mañana partirá la barca?
Pidió habitación como quien pide amparo. Daba a la sierra, a los charcos, a la noche y a una paz rotunda y verdadera. Los pájaros ya no se oían. Se alegró de estar allí. Sobre la cama un blanco albornoz. Dos, uno sobre otro, como haciéndose el amor. Los miró y echó a reír. Los miró y de tanto mirarlos, donde había dos acabó viendo solo uno. Se lavó las manos y se sorprendió viejo en el espejo. ¡Treinta años atrás! Unamuno en la frontera.
Cruzó el patio por segunda vez. Le pareció aún más bello, más humano y más de verdad. Solo se oía correr el agua. El comedor le evocó el refectorio de los frailes. Mesa para uno, por favor. La melancolía le avivó el apetito. Pidió de todo un poco. Mientras esperaba entabló conversación con un soberbio tapiz en el que don Quijote hacía guardia. En esta charla estaba cuando, de repente, llegó ella. Y la besó.
“Somos dos seres en uno que amando se mueren,… somos dos gotas de llanto en una canción,…” Ella era una soberbia crema de coliflor envuelta en perfume de pimentón dulce de la Vera. Tan dulce fue el fuego, que creyó morir. Tanto se le apretó a la garganta, que lloró. Fue uno de esos besos que te rompen el alma en dos. Fue… como treinta años atrás.