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Fernando Valbuena

La Cuchara de San Andrés

UNAMUNO Y LA GRASA

Con Bernardo Velarde y su hijo (1925)

 

El sentimiento trágico de la vida es síntoma inequívoco de niveles anormales de grasa en sangre. Pongamos como ejemplo a Don Miguel de Unamuno, maestro y prohombre. Vasco ejemplar, español ubérrimo,… ¡pero falto de grasa en sangre! Hecho contrastado por sus muchos biógrafos y que justifica la desabrida acidez de su obra.

Unamuno, chaleco negro abotonado hasta el gaznate, los cuellos de la blanca camisa asomando, es el remedo ibérico del pastor presbiteriano huérfano de tocino y siesta. Las dos claves de la arquitectura nacional. Este tipo de personajes, a fuerza de pasar de hambre, han alcanzado a sublimar su padecimiento en oscuras y dolientes visiones de la vida y la muerte. Unamuno se nos presenta como trasunto del propio Quijote. Los dos mal alimentados. Los dos, por tanto, enfadados y, finalmente, los dos metidos a desfacer entuertos para mejor olvidar las calamidades gastrointestinales padecidas.

Si a la precitada falta de grasa se le suma alguna merma del sueño, el diagnóstico suele agravarse. Los homínidos sin siesta sufren severísimos menoscabos del córtex cerebral, lo que conduce indefectiblemente a la ansiedad y, por ende, al sentimiento trágico de la propia existencia. La patología se extrema aún más si la sesera se ve azotada por las muy inmisericordes canículas patrias. Estos enfermos tienden a matar el hambre hablando con Dios. Y cuanto más le hablan y menos les contesta, más se les oscurece la razón y más agónico les resulta respirar. De esa angustia respiratoria nace la obra unamuniana. Española, por el mucho sol en el cogote, y católica, por cuanto mana, no de la carne, sino del ayuno, de la renuncia y del cilicio. Y aunque pudiera parecer descreído e irreverente, Unamuno resulta ser profundamente cuaresmal.

Según algunos de sus biógrafos, Unamuno comiendo no pasaba de zorzal. Tragaba a disgusto. Las más de las veces, tortilla francesa. Quizá también lo exiguo de su sueldo, los muchos hijos y cierta tendencia a la roñosería, de la que deja constancia César González Ruano, ayudaran en su caída en los abismos del ayuno. ¿Se imaginan a Don Miguel comiendo tajos de a dos dedos de papada ibérica? ¡Imposible! Don Miguel era filósofo de magros y no de tocinos. Nadie recuerda haberle visto comer farinatos ni morcillas. Y sin embargo, de haberlo hecho, la historia de España hubiera podido ser otra.

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Sobre el autor

"Todo comienza con un chorreón de aceite al que se añaden unos ajitos. Sempiternas primeras palabras de los recetarios ibéricos, génesis indubitada del arte culinario nacional. Quiso Dios poner en cada cocina un clavo para que de él colgaran las ristras de ajos. Ristras soberanas de las viejas, de las muy nobles y muy invictas cocinas españolas. Alma y fundamento de asados, fritangas y guisotes. ¿Qué sería de España sin sus ajos? ¡Soberbios fogones patrios! ¡Alabados seáis!"


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