Hay sitios que hay que ver sí o sí. Entran dentro de lo que se espera de toda persona más o menos al día. Platea es uno de ellos. Seis meses entre nosotros y ya está en todas las conversaciones.
Madrid presume de Platea y Platea se alza en la Plaza de Colón a modo templo desmesurado y nuevo de la modernidad. Para los que no estén al cabo de la calle diré que Platea es un espacio gastronómico. Eso incluye restaurantes, barras, ultramarinos, coctelería, reservado, pista de baile,… Todo sin una sola pared por medio. Descomunal. Más, viniendo de provincias.
Platea ocupa el antiguo Teatro Carlos III y la que fue Sala Cleofás. Un edificio con el encanto de las grandes obras de los primeros cincuenta. Elegante, soberbio,… bello. La transformación está a la altura. Respetuosa, pero llena de fuerza. Tan impresionante como luminosa. Más, por supuesto, si vienes de provincias.
Si a todo eso le sumamos un par de firmas estrelladas como las de Paco Roncero y Ramón Freixa, revoloteando por allí, parece inevitable darse una vuelta por tan singular tinglado. Pero la fórmula no suele ser placentera a la primera. Platea requiere cierto estudio de todo lo que ofrecen sus cuatro plantas. Como en el amor, a la primera no todo sale bien. Puede uno acabar comiendo hamburguesas de rabo de toro, entre una de ostras y otra de pizza, después de ventilarse un ceviche peruano sin demasiado orden ni concierto. No se puede decir que sea el mejor lugar para cenar bien y tranquilo, pero es un sitio único para cenar, que te vean, y hacerlo de manera divertida. No es caro, la música no hiere y hay platos, a salto de mata, que merecen un baile, incluida una variada muestra de las cocinas del mundo. Es algo así como cuando usted come en un centro comercial, pero con cierto boato. Pasará un buen rato. Y además verá a ese amigo de Gijón al que hace tantos años que no veía.