Manuel Chaves Nogales ha pasado de las tinieblas del olvido al pedestal de los hombres insignes tan rápido como en guerra le dieron la espalda. Casi todos… No encajaba. Eran malos tiempos para la libertad. Acabó en Inglaterra ejerciendo de anglófilo, que es lo que siempre fue. Un español, muy español, que prefería el traje de tweed al sombrero calañés. Fue él, sin embargo, quien dejó escrita la biblia de la tauromaquia, que pese a lo que pudiera parecer no es el Cossío, que también, sino su “Juan Belmonte, Matador de Toros”. Probablemente la mejor novela de nuestro siglo XX. ¿Les parece exagerado? Léanla si no lo han hecho, y luego me cuentan.
Escrita a modo y manera de autobiografía, fue el fruto de muchas charlas con el torero. Se reunían en casa del escritor, en la muy madrileña Cuesta de Santo Domingo. Siempre que se anunciaba la presencia del Pasmo de Triana, Manuel encargaba a su esposa comprar jamón, al parecer, querencia natural del torero. Reunidos en el despacho, entre más humo que jamón, se alumbró tamaña joya de nuestras mejores letras.
De tal libro extraigo una anécdota lustrosa. Andaba de maletilla Belmonte por esos caminos de tapia y calamidad cuando se amarró a un grandullón bigardo y gandul que ejercía la gramática parda. Después de pasar el capote por las capeas les quedaba nada y menos. Así que acabaron en las malas artes. El grandullón y su despierto aprendiz pedían por los cortijos de mala guisa. Con un trozo de pan del día anterior y diez céntimos, una perra gorda, bastaba para el camelo. Solían pedir a la mujer de la casa o manijera un poco de aceite y vinagre para con el pan que mostraban hacer un gazpacho. A cambio ofrecían la moneda de diez céntimos. Una vez conseguidas las viandas escapaban a la carrera con ellas, y con la perra, claro. En una ocasión en que el que pedía era el propio torero le negaron con un displicente ¡Dios te ampare, muchacho! Fue en Utrera y Belmonte se sintió un pordiosero. Años después, compró aquel cortijo.